La verdad no es pura y simple, tampoco un abstracto cerrado, inmutable, claramente definido; puede entenderse, más bien, como un ser vivo que evoluciona y se relaciona con su contexto, un jardín con partes perennes y otras que mueren, que necesita ser cuidado para que no broten a su antojo las malas hierbas. Sin embargo, en los últimos tiempos, esa maleza -las mentiras, las tergiversaciones, los trucos- está exprimiendo la vitalidad orgánica de la verdad; y su polo opuesto, la posverdad, embiste rabiosa sin preocuparse por los preceptos sociales que derriba.

El mundo ha perdido el equilibrio porque la verdad ha dejado de ser pura y simple. Ya no nos guiamos por los postulados de los expertos, cuya credibilidad se desinfla de forma vertiginosa. Nuestro yo, la intuición, el cuñadismo, se ha rebelado contra las equivocaciones para ocupar esa posición preeminente, para cuestionar todo aquello que proviene de una categoría supuestamente superior, de autoridad. Ahora la batalla se disputa en un terreno individual, con las opiniones como escudo, en el juego de lo que es verdad para ti y lo que es verdad para mí.

Pero por fortuna, se trata de una coyuntura, no es un cambio estructural e irreversible, o al menos eso es lo que defiende el filósofo británico Julian Baggini en su corto ensayo Breve historia de la verdad. No vivimos en un mundo menos racional, sino que transitar entre la construcción de un juicio propio coherente y el testimonio del experto se ha convertido en un ejercicio de funambulismo. Por ello, para él "hablar de una sociedad posverdad es prematuro y erróneo".

Baggini argumenta lo siguiente: "Para reconstruir la fe en el poder y el valor de la verdad, no podemos esquivar su complejidad. La verdad puede ser, y a menudo es, extremadamente difícil de comprender, descubrir, explicar y/o verificar. También resulta perturbadoramente fácil esconderla, distorsionarla, manipularla o retorcerla. A menudo no podemos afirmar con certeza que conocemos la verdad. Necesitamos evaluar una serie de verdades reales y supuestas y comprenderlas para comprobar su autenticidad. Si conseguimos llegar a este punto, entonces no estaremos al principio de un mundo de posverdad, sino más bien pasando por una era temporal de posverdad, una especie de convulsión cultural nacida de la desesperación que dará paso con el tiempo a una época de mesurada esperanza".

Gurús y teorías de la conspiración

Las verdades para la gente normalmente emanan de una figura de referencia. Pueden ser verdades reveladas por Dios, verdades eternas, según las califica el filósofo británico y a las que se agarran los fanáticos religiosos -obviando la paradoja religiosa de que una mayoría cree en una revelación que la mayoría juzga completamente falsa-; verdades de autoridad, provenientes de los gurús; o verdades esotéricas, ocultas, solo al alcance de los conspiranoicos, que denuncian mentiras deliberadas para ocultar intereses.

"Toda cultura acepta a algunas personas como autoridad", explica Baggini. "La verdad solo sufre en este proceso si tal autoridad no es merecida o se excede en su ámbito. No es merecida cuando no hay verdades que descubrir o nadie está en situación de afirmar conocerlas especialmente. Se excede en su ámbito cuando se toma a alguien por experto en un asunto que está más allá del ámbito que domina". Pero la autoridad es diferente para cada individuo: sin ir más lejos, algunas personas rechazan la jerarquía de los médicos y se decantan por la de los homeópatas.

Por eso el conflicto radica en qué expertos confiar y en cuáles no. Muchos no creen en los gurús porque asumen que no hay nada de verdad en lo que dicen, porque en ese pulso interno el juicio racional se impone. Es necesario guiarse por las pruebas, los hechos, pero siempre de forma ecuánime sin maximizar las pruebas y conservando el criterio propio. Por eso Baggini lanza el siguiente consejo: "Nadie puede decidir por usted lo que usted piensa, a menos que usted lo permita".

En su decálogo sobre la verdad, el filósofo contemporáneo habla de la necesidad de comprender la forma en la que somos idiotas para ser más inteligentes; y recomienda, además, ser escépticos pero no cínicos: "Tendemos a creer que aquello en lo que nosotros creemos es realmente racional y que aquellos que no están de acuerdo con nosotros están cegados por sus prejuicios, su ignorancia o por la simple estupidez. (...) Debemos intentar ser lo más racionales posible y hacer que nuestra confianza en la verdad de lo que creemos sea proporcional a las pruebas". Ni yocentrismo ni comprarle la burra al primero que dispara en las redes sociales.