El futuro está desquiciado: las viñetas que llegan de allí sólo traen veneno, muerte y contaminación. Los supervivientes son unos salvajes que han convertido a los perros en manjares, han dejado de llorar y han olvidado leer y escribir. La barbarie es la única garantía de lo que está por venir, las normas no se preguntan por la moral y la esperanza, buff, la esperanza es un nubarrón cargado de plutonio a punto de descargar. Un panorama que deja La caretera, de Cormac McCarthy, o a Black Mirror en cuentos de hadas.

Línea, silencio y gesto en La tierra de los hijos.

Gipi está siempre al margen del mundo. Y así está bien. Dejó Pisa por Roma, se casó, se afeita y las redes sociales empeoran su calidad de vida. Lo que no ha variado es su dibujo, un vómito rayado, trazado para ser más vivo que verdad, para ser más expresivo que preciso. Gipi es pulcro en el error y no le interesa la línea clara ni la forma tiesa. Cada viñeta es una fabulosa composición abocetada y obsesiva. Y en su nuevo libro publicado en castellano, La tierra de los hijos (Salamandra), la asombrosa madurez de su discurso técnico desvela una historia cruel. Un relato terrible, en el que, a pesar de todo, aprieta pero no ahoga.

Un cómic histórico

Este magnífico libro es la culminación del modelo apocalíptico planteado en su anterior título (Unahistoria). A Gianni Pacinotti (más conocido como Gipi) le interesa colocar en el mismo escenario el amor y la guerra, el dolor y la libertad, la decepción y las expectativas. En la forma y el contenido, Gipi trabaja como un animal dolorido, con una mano sin restricciones, con más silencio que diálogo, con más gesto que palabra. Es un director de primera. Mueve la cámara y hace actuar a sus intérpretes como si fuera un pintor barroco. Es exagerado y dramático.

La tierra de los hijos, de Gipi.

Le gusta ir desnudo, pero en La tierra de los hijos se despoja de todo hasta dejar en los huesos la visión. Si en Unahistoria alcanzó por primera vez en muchos años el protagonismo visual, ahora esto es absoluto. Y lo consigue sin maltratar el guion. Ya sea en acuarela (Unahistoria) ya sea en tinta a secas (La tierra de los hijos), Gipi ya no esconde su oficio, se recrea en sus dotes. Su pasión por el dibujo le ha llevado a la locura, a la crispación, al abandono en escenas, en el que hasta la palabra escrita se convierte en ilustración. Es puro instinto fuera de control, con un resultado sublime (a pesar de la edición en castellano, que falta a la definición de la línea).

Gipi durante el proceso de creación de su último libro.

Es su historia más larga (más de 300 páginas) y su futuro más negro. La sociedad real ha desaparecido. Algo sucedió, pero sólo sabemos que lo llaman “el final”. Los supervivientes se organizan en pequeñas tribus. Es la primera vez que inventa. Es su primera ficción. Una trama inventada sin poesía, sin referencias a uno mismo, sólo tiempo, silencio y diálogo, en la que al fondo sólo hay una cosa: la relación entre padres e hijos. La familia en tiempos de guerra y distopía.

El padre es un coronel Kurtz descarado. Sus dos hijos son títeres, con la fuerza de la soberanía que les convierte en indestructibles. Ni siquiera la manada sanguinaria, que arrasa con todo a su alrededor, puede con ellos. El motivo de esperanza no es la naturaleza heredada después del “final”, sino un cuaderno que escribe su padre cada noche y que no pueden leer porque son la primera generación de la catástrofe. Unas memorias, un motivo para seguir entre toda esa miseria. La palabra escrita les salva la vida.

Claridad frente a oscuridad, en La tierra de los hijos. Salamandra