Había muchas razones para conceder el Nobel de Literatura en lengua castellana a un converso de una revolución que fulminó a una dictadura de 42 años de vida. Sergio Ramírez, el nuevo Premio Cervantes, nunca llevó uniforme militar en el levantamiento que acabó en 1979 con la familia Somoza, dictadores de cuna. El escritor era el único no comandante entre los máximos dirigentes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y pronto mostró sus críticas contra el presidente Daniel Ortega, que lo apeó del poder en 1990, después de cinco años como vicepresidente del país. Aquel año no fue sólo el final de su carrera como político, sino como escritor revolucionario.

Ramírez formó parte de la Junta de Gobierno de la Reconstrucción Nacional desde el triunfo de la revolución nicaragüense, el 19 de julio de 1979. Pero la desilusión no tardó en llegar. “El nuestro fue un régimen muy democrático, en un sentido nuevo, y muy autoritario, en un sentido viejo”, escribe en Adiós muchachos. Una memoria sandinista, sobre el fracaso sandinista en Nicaragua tras derrocar a los Somoza.

“Pasados los años, lo que se llamó el proyecto táctico terminó imponiéndose… y la democracia, ya sin apellidos, ni burguesa, ni proletaria, vino a ser el fruto más visible de la revolución. La gran paradoja fue que, al fin y al cabo, el sandinismo dejó en herencia lo que no se propuso: la democracia, y no pudo heredar lo que se propuso: el fin del atraso, la pobreza y la marginación”. Así fue como en 1999, un año después de encumbrarse en el mercado editorial con el Premio Alfaguara, pasó de la alegría revolucionaria a la decepción democrática.

Sergio Ramírez, nuevo Premio Cervantes 2017. efe

Ramírez es, allá donde vaya, el enviado especial a las ilusiones perdidas, un infiltrado en el repliegue de la esperanza por la justicia, la libertad y la igualdad tras la dictadura. Del entusiasmo al desengaño sin transición. En Adiós muchachos, los logros revolucionarios sufre un accidente mortal al chocar contra la burocratización, la malversación y la represión. Y así las memorias se convierten, un año después de su alfaguarización, en los suspiros melancólicos de una vía, que todo lector del antiguo revolucionario debía dar por imposible y olvidar por fracaso.

Nuevas prioridades

Aquella alianza transversal imbatible que vinculó a las partes más tradicionales de la sociedad, con las más progresistas, sufrió un proceso de retroceso y sectarismo. El nuevo mundo ya no parecía tan brillante, porque a sus ojos había laminado la pluralidad consolidada por el movimiento revolucionario. La apuesta por el partido único terminó de rematar sus esperanzas.

Hasta estas memorias, las urgencias del hombre de Estado eran prioritarias a las del novelista. Lo que antes era más política y menos literatura, tras la derrota electoral del FSLN, se invierte para convertir a la narrativa en la revolución permanente y en su producción masiva: desde 1995 sólo trabaja con Alfaguara, que publica más de 20 títulos de Ramírez en estos 20 años.

Silencio narrativo

De hecho, en una entrevista con Rosario Murillo, asume que desde 1975 a 1985 pasó por un “largo silencio narrativo”. Y lamenta la imposibilidad del escritor latinoamericano de olvidarse de la política: “En una sociedad pobre como la nuestra, y sobre todo con vocación de revolución, una sociedad que ha organizado una revolución, la exclusión de un escritor que tiene una idea de cambio y, que además tiene una sensibilidad para transformar la sociedad, no es posible”.

En ese “silencio narrativo” se encuentra la producción de la gran novela Castigo divino, que reconstruye un suceso de principios de los años treinta, en el momento de los mayores atropellos de la dictadura. En este libro la relación entre historia y ficción es constante. Además, la escribe entre 1985 y 1988, cuando el autor es vicepresidente, después de que el FSLN ganara la presidencia con mayoría absoluta.

Independizarse de su país

En un artículo suyo titulado Oficios compartidos aclara que “después de la masacre aprendió a compartir mi vida entre el oficio de escritor y el oficio de político”. Ambos han sido en él “una sola visión, una sola certeza, una sola vivencia, un mismo motivo”. A finales de los noventa Ramírez traiciona a la revolución y la revolución a Ramírez, y se aleja de la vida política para revisar su discurso y revelar una mirada crítica de su pasado y del país.

Con Adiós muchachos, veinte años después del triunfo de la revolución sandinista, Ramírez construye una crítica dura al proceso revolucionario en el que había participado activamente. Y emerge una autobiografía histórica en la que el autor da el primer paso para independizarse de su país, para convertirse en un creador autónomo de la política, el nacimiento de un escritor de éxito, que culmina con su Premio Cervantes.

Neoliberalismo cultural

El desengaño enseña a Ramírez que aquella revolución no fue más que el derrocamiento de un poder y su reemplazo por otro. Y a pesar de todo, hasta ese momentos, sus novelas muestran a la libertado como oposición de la tiranía. Él mismo asegura, en Oficios compartidos, que la conquista más importante es la democracia. “Haber establecido la democracia en Nicaragua, como lo hicimos, es ya una obra histórica en un país que jamás antes había conocido la democracia”.

Mientras se aleja de la revolución, el novelista vive la hegemonía del neoliberalismo cultural. El libro en esos años ya es un producto de mercado y la literatura latinoamericana un producto alfaguarizado, como lo definió Víctor Barrera Enderle. La industria cultural había ensayado sus herramientas para construir un fenómeno literario para ser consumido por masas. La narrativa de hispano América estaba lista para multiplicar sus expectativas de mercado y pasar de una reducido mercado a otro infinito. Y, como tal, homogéneo, uniformado y regulado. Seguimos sin saber definir qué es literatura, pero sí cómo masificarla.