Los criminales son hijos de familias de clase media. Aquí, en La banda de los niños (Anagrama), el último libro de Roberto Saviano (leyenda ya en vida, héroe nacional según Umberto Eco), los facinerosos son menores de edad, críos captados por las promesas de un sistema corrupto. “Paranza”, dice Saviano en el prólogo, es el nombre de las barcas que van a la caza de peces a los que engañar con la luz. Los peces tienen confianza, confianza en la vida y en que el nuevo sol es eléctrico, y abren la boca encantados, “guiados por el instinto”, mientras se abre la red y la osadía, fatal, es castigada.

Una vez capturados, la claridad desaparece. Esta es la metáfora marinera que vertebra el libro. Los niños son los peces, víctimas y verdugos, encantadores y bárbaros, complejos dentro de su inocencia y también irrescatables. Sucios para siempre de sangre y droga, impermeables a cualquier código de honor. Son pesca de arrastre. La banda de los niños también es un ejercicio periodístico bajo la pátina de la ficción: en la vida real, estos rapaces acabaron siendo investigados por los fiscales antimafia Henry Woodcock y Francesco de Falco. ¿El premio final? 43 condenas.

Roberto Saviano (autor de Gomorra y Zerozerozero, obras que le han valido la fama y el riesgo de asesinato por ofrecerle al mundo la verdad sobre la mafia napolitana) sigue escoltado por el Gobierno italiano: ha renunciado a su vida por retratar a Nápoles en toda su crudeza, y no sólo digiere los insultos de aquellos que dicen que “no para de echar mierda sobre su tierra”, sino que convive con las amenazas de la mafia y ha aprendido a lidiar con la fascinación que despierta sobre sus miembros, que hasta le copian el vocabulario de sus novelas. Lleva 11 años siendo presa de sí mismo.

Al escritor le cuesta creer que estos chavales sean europeos: los mandamientos de su secta recuerdan a los de los milicianos de la yihad. Un día comienzan a creer que su vida será miserable pase lo que pase, así que la llevarán a las últimas consecuencias

Al escritor le cuesta creer que estos chavales que aborda ahora sean europeos: los mandamientos de su secta recuerdan a los de los milicianos de la yihad. Un día comienzan a creer que su vida será miserable pase lo que pase, así que, aunque acortada por la muerte o la prisión, la llevarán a las últimas consecuencias buscando su tramposa gloria, que no araña mucho más que billetes, mujeres y reconocimiento dentro del grupo. Son enfermos capitalistas y quieren morderlo todo; pero olvidan que el capitalismo es monstruo cíclope y devora a los más flojos, hasta a los más flojos de entre los más firmes.

Nicolas y su pandilla de matones

Qué más da: a los chicos no les importa morir. No hay historia para ellos, no hay viejos héroes, no hay amigos ni lealtades. El mundo no se divide entre justos e injustos, ni entre buenos ni malos. “Fuertes y débiles. Ésa es la verdadera distinción. Y Nicolas sabía de qué parte estar”. Es el protagonista, Nicolas Fiorillo, y le llaman el Marajá por el nombre del garito más pijo de Nápoles (Maharaja), isla del champán y el lujo, segunda casa de empresarios, deportistas, notarios, abogados y jueces, de esa créme de la créme de dudosa confianza: el Maharaja era un mundo al que pertenecer. Si eres de los poderosos, brindas allí. Si no, no eres nadie. “Era un lugar que te hacía sentirte de inmediato lejos de la taberna, del restaurante típico, del lugar de los mejillones con pimienta y la pizza en familia, del sitio aconsejado por el amigo, del espacio al que se va con la esposa”, explica el libro.

Y por sueños así de fútiles llega uno a volcar la vida. Y por sueños así, tan adolescentes y gansos, llega Nicolas a liderar a su banda de chavales bravucones que pretenden calzarse a la ciudad entera, mandar sobre esa Nápoles bella y terrible chirriando el motor de sus scooters. Hay que ver los apodos de los corderos: Pichafloja, Dientecido, Bizcochito, Cerilla, Estabadiciendo… hay que ver la facha que se imprimen para creerse ellos mismos lo que están haciendo, o lo que están a punto de hacer. Zapatillas de marca robadas, trapicheos con chocolate para llenar el armario de la última moda, joya para las novias y actitud beligerante. “Es preciso ser fuerte con los fuertes”, claro, entre la ridiculez y el pánico.

Zapatillas de marca robadas, trapicheos con chocolate para llenar el armario de la última moda, joya para las novias y actitud beligerante: “Es preciso ser fuerte con los fuertes”

Al principio no parecen peligrosos. Sus misiones son a baja escala: colocar un poco de hachís significaba venderlo a los amigos, parientes y conocidos. El margen de beneficio era muy reducido, pero prácticamente no había riesgos. Eso sí, “era el primer paso para convertirse en camello, aunque para ganarse ese título el aprendizaje era largo”. Después, convertirse en el cachorro de un mafioso a la fuga. Un poco más tarde, hacerse pasar por camarero (cuando en realidad se es compinche) en una boda de la aristocracia camorrista.

La perdición de los críos 

Y así hasta la perdición, moldeando el carácter, persiguiendo su intención de quedarse con una parte del negocio del tráfico de drogas y la extorsión, intentando aprovechar el vacío que han dejado algunas familias, aliándose con un viejo jefe del clan para iniciar el ascenso. El respeto (ya lo han entendido) sólo se refuerza aplicando la violencia. Si un joven le da un like a una foto del Facebook de tu novia, puede empezar por comerse las propias heces del “damnificado” (quién sabe qué más); y si hay que probar armas nuevas, no estará mal utilizar como blanco a un grupo de inmigrantes.

Los críos, parece decir Saviano, son carne de cañón porque, uno, tienen ambiciones (o es fácil inyectárselas, como hace la publicidad), y, dos, se están forjando una identidad. Puede caer cualquiera. No vienen de barrios marginales, no tienen malas junteras. Pero aprenden a disparar con una AK-47 aupados por Youtube para dominar los barrios y hacerse con la droga de los clanes enemigos. Juran con sangre, ejecutan a sangre fría y se traicionan entre ellos. Por unos relojes, unos trajes y unas damas gratis. La idea, repiten, es ser deseados por las mujeres y envidiados por los hombres.