Javier Marías ha inaugurado -sin pretenderlo- una escisión dentro del movimiento cipotudista: el feminismo. El exquisito autor ha acostumbrado ya a las masas a que los domingos sean su día grande, su fiesta nacional de aplauso y sangre a golpe de artículo cojonero, aunque escuchándole en la presentación de Berta Isla (Alfaguara), su nueva novela, parece más bien un espectador escéptico que se ríe de todo, hasta de los zafarranchos.

Viene dosificando su mirada líquida sobre la mujer y sus reclamos, viene hilvanando, siempre al final de la semana y a modo de verbena personal, sus certezas sobre feminismo y género, sobre faldas y monjas, sobre las niñas agresivas de Twitter y las que sólo le leen levantando una ceja. Y él se mantiene monolítico, insobornable, en sus verdades antiguas. No hay más que ver que su último trabajo está titulado con un nombre femenino -como honrando a una presunta protagonista- pero de aquella manera.

Berta Isla es fundamental en la trama, sí, pero no como agente, sino como paciente. Berta Isla es la mujer que espera, la hembra que aguanta, la dama que traga carros y carretas

De “aquella manera” porque Berta Isla es fundamental en la trama, sí, pero no como agente, sino como paciente. Berta Isla es la mujer que espera, la hembra que aguanta, la dama que traga carros y carretas. Berta Isla, reina para el lector, es, en realidad, una excusa para hablar del tema que le ocupa: la desaparición del hombre. Cipotudismo feminista: mujer valiosa pero no autónoma; señorita poderosa hecha literatura, pero que debe su trama al héroe consorte. 

Los desaparecidos

Lo dice él mismo: “Desde hace varios años tenía ganas de introducirme en un tipo de historia que se ha escrito muchas veces. La primera tal vez fuese La Odisea. Es la historia de las personas, tradicionalmente más hombres que mujeres, ¡que se van!, que desaparecen, y a veces reaparecen, y cuando lo hacen incluso tienen que demostrar si son los mismos que se fueron y no se trata de un impostor”.

La huida, o la ausencia, es el germen que le quiebra la cabeza. “Digo que solían ser hombres porque, aunque hoy en día, por fortuna, no es así en absoluto, eran tradicionalmente los hombres quienes se iban a una guerra, o a la mar, y pasaban años sin volver al punto de partida. Eran ellos quienes hacían las exploraciones y ellas las que se quedaban cuidando del hogar. Ahí tenemos al primer desaparecido, Ulises”.

Eran tradicionalmente los hombres quienes se iban a una guerra, o a la mar, y pasaban años sin volver al punto de partida. Eran ellos quienes hacían las exploraciones y ellas las que se quedaban cuidando del hogar

Ha picoteado la temática en algún cuento -como en La canción de Rol Rendall, donde un soldado se reencuentra con su mujer y su niño y empieza a observar desde fuera su propia casa- o en Los enamoramientos, donde “los personajes hablan de una novela corta de Balzac en la que a un hombre se le dio por muerto en una batalla napoleónica, y a los diez años regresa y se encuentra a su mujer casada en segundas nupcias, que, además, como viuda, se había quedado con la fortuna del marido. Él se encuentra con el problema de demostrar que es él, porque le dicen ‘oiga, usted figura como difunto, usted no puede ser el mismo’”.

Aquí el que se marcha de la vera de Berta Isla es Tomás Nevinson -un caballero medio español, medio inglés, superdotado para las lenguas y los acentos-: todo porque, durante sus estudios en Oxford, la Corona pone sus ojos en él. “Resulta muy útil para los servicios secretos de un país”, guiña. “Todos los ciudadanos, con dotes o sin ellas, con talento o sin él, solemos ser utilizados por el Estado, para empezar. El Estado nos recluta en cuanto nacemos, nos recluta fiscalmente a todos, pero también nos alista para otras cosas, sin que nos demos necesariamente cuenta”.

La evolución de Berta

El libro, en realidad, “trata sobre cómo alguien hace algo que no quería hacer”. Es Nevinson, claro, protagonista encubierto. Mientras, Berta espera. “Es un personaje muy digno. Se va viendo su evolución. Es una mujer que en un principio cree que va a tener una vida relativamente convencional, con un marido al que quiere desde muy joven, y de pronto se da cuenta de que lo que tiene es una convivencia intermitente. Después descubre que hay zonas de sombra de él de las que no puede saber nada, y se le anuncia que ella no puede preguntar”. Previsiblemente: la esposa guarda silencio y asume. Es mejor que no moleste.

Javier Marías. EFE.

Ella puede aceptarlo o no aceptarlo y marcharse. Y lo acepta, pero va pasando el tiempo y vamos viendo la evolución en ella… en la que empieza a plantearse incluso la moralidad o inmoralidad de aquello a lo que le han dado a entender que su marido se está dedicando. Se habla del espionaje como de algo que en sí mismo es inmoral, es una bajeza, una vileza, porque siempre se trata de ganarse la confianza de alguien -aunque sea un enemigo- para traicionarlo a continuación”.

A este respecto, el autor apunta que “hay que dejar que haya cloacas, zonas oscuras y cosas que no nos cuentan”, porque no entiende “este afán por la transparencia”, “este deseo de saber qué hacen nuestros servicios secretos… ¡oiga, es que son secretos! Hasta la policía habla demasiado, todo el rato. ¿Estamos todos locos?”. 

La importancia de la espera

La ironía es esta: a pesar del papel crucial que representa Berta Isla, su vida orbita en torno al regreso de su marido. A la espera. Es cipotudismo feminista porque aunque sea el nombre de ella el que late y el que queda sobre la mesa, al final se debe al esposo. Esto es una novela escrita en la empatía hacia ella, sí, pero sobre él. Es la testosterona la que hilvana la historia, la que la hace existir. La espera no existe sin el esperado. La huida sí es posible sin el regreso.

Marías propone una reflexión: “Cuando uno vive largo tiempo en la espera de algo y esa espera toca a su fin, a menudo es difícil dejar de vivir en la espera… la espera tiene algo de adictivo. La espera supone que todo está todavía abierto, todas las posibilidades o las posibilidades contrarias, la que uno cree que sería ideal y la nefasta, todo está sin definirse”, relata. “Para mucha gente es angustioso vivir en la espera, pero hay gente que después añora el período en el que todo era posible”.

Una novela arraigada en la tradición

Resulta fundamental que la novela no sea contemporánea, sino que esté ambientada en el siglo XX -con la carga de tradicionalismo que eso conlleva-. Tradicionalismo preferido por el autor, eso sí, que una vez más ha recordado que ahora “el mundo es más leve, más insustancial”: “Hay muchos escritores que han perdido sustancia. Confío en no ser uno de ellos, o, al menos, estoy alerta. Me he dado cuenta de que mis novelas siempre eran contemporáneas de acción, pero Si empieza lo malo ya estaba ambientada en 1980 y ésta va del 79 al 95”.

No es el viejo cuento de que una persona de edad avanzada diga ‘ay, es que los jóvenes de hoy...’, no, esto se contagia a la sociedad completa, hace 25 años uno no salía a la calle y veía a un señor de 75 años en pantalón corto haciendo una foto a su propia oreja

Esto se debe a que cree que sus personajes resultarían “inverosímiles” si se situasen en la acción de 2017. “La gente ya no es como a mí me interesa. En los noventa la gente todavía era ‘bastante así’, todavía tenía esa densidad, esa sustancia, ese tipo de conflictos que a mí me interesan”, resopla. “No es el viejo cuento de que una persona de edad avanzada diga ‘ay, es que los jóvenes de hoy...’, no, esto se contagia a la sociedad completa, hace 25 años uno salía a la calle y no veía a un señor de 75 años en pantalón corto haciendo una foto a su propia oreja. ¡Eso lo hacen los niños! La falta de atención comienza a ser endémica. Gente que no entiende un artículo, ni siquiera un SMS”.

Él habita su trinchera de insatisfacción, de educado cinismo. Él observa la vida con el telescopio del pasado, el de las grandes y viejas cuestiones. Reniega de “este mundo que ha incorporado tantos dejes nazis” -aunque, como dice, “esto sea otra cuestión”- y se aleja, impermeable a internet, de “esta sociedad, cada vez más puritana e hipócrita”. Javier Marías juega a lanzar dardos desde su torre para después reírse a carcajadas. Comenta que Anna Karenina es “muy floja” y “muy latosa, me da igual que esté consagrada”. Después hace una pausa dramática y arremete, con gracia: “Pero seguro que esto en Twitter no va a molestar a nadie”.