Dice Joaquín Sabina que ahora vive "a la defensiva", tratando de no pasarse de la raya y de poner tierra de por medio "entre mis debilidades y yo", y que el tiempo que antes pasaba en los bares ahora lo pasa en su salón, mirando la ciudad a través de los balcones. "Es el único modo que tengo de tomarles el pulso a las calles que tanto amo". No es aburguesamiento, es supervivencia: pájaro antiguo agarrado a la jaula como seguro de vida, porque el imperativo social nos ha dicho que la libertad puede matar, pero no que la seguridad nos desnuca de aburrimiento.

En Incluso la verdad. La historia secreta de Lo niego todo (Planeta), Sabina reúne a sus compadres Benjamín Prado, Leiva, Rubén Pozo, Ariel Rot y Jaime Asúa -participantes en la gestación de su último disco- y entremezcla por ahí algunos recuerdos, algunos dibujos y algunas fotos, como una de esas cajas de cartón llenas de fruslerías que entregar a los exnovios como excusa para verlos por última vez o, quizá, como justificante para no tener que verlos nunca más.

Las instantáneas de su casa de Rota son todo buen rollo y sacian ese apetito tan patrio de meter las narices en la vida privada del vecino, y, más allá, del mito: cervecita, pitillos muertos en el cenicero, los tres o cuatro periódicos que se lee por las mañanas, guitarras y fraternidad. Allí se quitó Lo niego todo los restos de placenta, entre tequilita, coña y método. Cuenta Leiva que los primeros temas que nacieron fueron Lo niego todo, Quien más, quien menos, Sin pena ni gloria y una canción que se quedó fuera, Si no fueras tan puta, inspirada en el poema Contra Jaime Gil de Biedma.

Cuenta Leiva que los primeros temas que nacieron fueron Lo niego todo, Quien más, quien menos, Sin pena ni gloria y una canción que se quedó fuera, Si no fueras tan puta, inspirada en el poema Contra Jaime Gil de Biedma

Ya nunca llegaremos a saber si ese "puta" también hubiese ido dirigido a sí mismo como el del poeta de la generación del 50, que se reprochaba en el espejo la vejez y el patetismo, la imposible reinserción, la innoble servidumbre que es el amor propio. "¿De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso / dejar atrás un sótano más negro / que mi reputación -y ya es decir- / poner visillos blancos / y tomar criada, / renunciar a la vida de bohemio, / si vienes luego tú, pelmazo / embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes / zángano de colmena, inútil, cacaseno, / con tus manos lavadas, / a comer en mi plato y a ensuciar la casa?".

Todo como Cohen pero sin Cohen

Prado, Leiva y Sabina quieren dar a Lo niego todo un regustito Cohen, pero acaba recordando más a esos libros de sonetos encorsetados del maestro -que nunca llegan a tener tanto espíritu, tanta soltura, como los versos de las canciones viejas- ahora incrustados en música leiviense, mágica para sí mismo pero impostada para Joaquín. Son como llevar el traje de otro.

"¿De dónde salen las canciones? Del mismo sitio al que van a morir los pájaros. No lo sabemos, pero sí que también se parecen a ellos en otra cosa: si las quieres, las tienes que cazar al vuelo", escribe Benjamín Prado. Tal vez sea por eso que este libro es, sobre todo, innecesario, fruto únicamente de un ansia voraz por la venta, un productito más hijo del márketing, como un bombín o una camiseta. Una curiosidad encuadernada, no el volumen de un poeta ecuménico como Joaquín.

No ilumina, banaliza. No trasciende, es anécdota. Es créditos, no obra. Quiere alimentar una mitomanía absurda que consiste en que el consumidor tenga que saberlo absolutamente todo del proceso de creación, que no es más que tres amigos discutiendo versos y acordes. Fin.

¿De dónde salen las canciones? Del mismo sitio al que van a morir los pájaros. No lo sabemos, pero sí que también se parecen a ellos en otra cosa: si las quieres, las tienes que cazar al vuelo

Resulta pretencioso a todas luces: primero, porque sale a los escasos meses del lanzamiento de Lo niego todo, cuando las canciones aún no han reposado ni madurado en el imaginario del público, cuando aún el tiempo no ha dicho si son tan significativas como para que a los lectores les interese su making off. Tratan a los temas como obras de arte. Y es pronto. 

Nada que ver con aquel Sabina en carne viva. Yo también sé jugarme la boca (Ediciones B, 2006) de Javier Menéndez Flores, que era una larga y honda conversación llena de espinas, no este feliz paseo por el campo, sin temores ni sombras. En aquel libro se destripaban los temas con esa ciencia tardía que da la distancia: ahí llevaba cuatro años sin lanzar un disco. Desde Dímelo en la calle.

Un libro pretencioso y prematuro

Benjamín Prado -magnífico poeta, no tan célebre compositor- se arranca y escribe cosas como que Quien más, quien menos "no es una canción, es una llave maestra, funciona con todas las cerraduras, abre todas las puertas", en un ejercicio de sentida masturbación, teniendo en cuenta que él ha participado en su elaboración. El único extracto que tiene algo de intención poética es el que explica la canción de Leningrado, éste a cargo de Joaquín. Andaba obsesionado con el verso "y Leningrado es otra vez San Petersburgo": "Me parecía que con esas pocas palabras se podría resumir bastante bien lo que ocurrió con el comunismo en la Unión Soviética", esboza.

El problema del libro es que es tan insípido como el disco y no tiene vocación de relevancia, sino rictus de pela y finitud. Lo saben en la editorial, por eso le han dado ese diseño frívolo

"Cuando llegó el momento de ponerse a hacer la canción, me planteé algunas preguntas y me recordé que no debía olvidar que mi generación tomó aquella frase del mundo de los negocios que dice 'soy abogado, como todo el mundo', y cambió ese oficio por 'comunista'. Yo, desde luego, con 17 o 18 años y en Granada, lo era, comunista, o al menos creía que lo era". Se lamenta, en tono cachondo, no haber sido invitado jamás a uno de esos Congresos de la Juventud -donde convergían los amantes de la revolución y las banderas rojas-, y por eso se venga imaginando una historia de amor gestada allá. Le regaló Leningrado a Jaime Asúa el día después del velatorio de Manolo Tena.

El problema del libro es que es tan insípido como el disco y no tiene vocación de relevancia, sino rictus de pela y finitud. Lo saben en la editorial, por eso le han dado ese diseño frívolo, con una portada verde y hojas rosas, con la letra interior enorme y simplona, con la estética verbenística de la Súper-pop, en paz descanse. No es un libro que haga honor ni justicia a Benjamín Prado, ni a Leiva, ni, por supuesto, a Joaquín Sabina. Es un póster para adolescentes conformistas.