“A veces tengo ganas de ser vieja. Tan vieja que lo olvide todo. Espero no necesitar nada, espero no echar de menos algo o a alguien porque lo habré olvidado todo: los hijos que tuve, las casas donde viví, los hombres a quienes amé”, dice Julie. “Quiero acabar como una hoja en blanco, tan falta de pudor como cuando vine al mundo y me recibieron los gritos de mi madre. Porque seguro que en ese momento no tenía pudor. ¿Quizá sea el pudor lo que me impide ir más allá, lo que no me permite tener un orgasmo?”.

Ahora me toca a mí (Los Libros del Lince), de Selma Lonning Aaro, podría ser otra novela zafia para madres hastiadas que manosea la cuestión del sexo y sus afluentes, pero no lo es. No aspira a trama porno, no se sueña Garganta profunda: desgrana la inquietud de una mujer por no alcanzar jamás la satisfacción física absoluta, por saberse eróticamente tullida.

Julie tiene capacidad de fantasía, tiene recursos técnicos, tiene apetito. Evoca y se empapa; ha estudiado su propia concupiscencia, pero siempre asiste al sexo como la visitante de un museo. Es capaz de admirar la belleza, pero no de asirla. Sale del coito como muerta, con las manos vacías. No sabe lo que es un orgasmo y no entiende por qué: cree merecérselo.

Garantía de orgasmo

Al principio uno cree que Julie es una señora maniática y carca, soberana aburrida de una hermosa casa con jardín, una mujer monógama y previsible que se casó con su novio del instituto, dio a luz a tres hijos mimados y coñazo y ahora se da cuenta de que lleva toda al vida sin sentir nada. De nuevo, error: pronto el lector entiende que la protagonista es un ser fascinante, casi inescrutable, que ha vivido hondo y que ha explorado bien el sexo; una fémina que se sale de los cánones tradicionales de la esposa reglamentaria y que está harta de fingir el puñetero clímax como una intérprete afectada y escandalosa. Pero ahora está pocha: ya ni siquiera escribe. 

La trama arranca cuando Julie se compra un conejito con garantía de orgasmo de 30 días y se encierra en el dormitorio conyugal a afanarse en la tarea

Se compra entonces un masturbador 'conejito' con garantía de orgasmo de 30 días y se encierra en el dormitorio conyugal a afanarse en la tarea. A ratos rompe con algún pepino o una berenjena, lidia con las interrupciones de las vecinas, de los críos y de la irritante au pair, una chica ucraniana que en su currículum parecía una monjita y en realidad es una hembra de cabellos oxigenados y ropa ceñidísima, con cero ternura hacia las criaturillas. Lo interesante no es la ejecución de la masturbación, sino los recuerdos y las influencias que la asaltan.

Recuerdos y obsesiones

Evoca su primera vez: se enfadó porque unos obreros que estaban asfaltando la calle le dijeron “quita de en medio, niña”, se maquilló, se vistió, empuñó los pezones, sin sostén, tras el jersey, y, a la noche, acudió a la zona ruinosa. Sólo quedaba uno de los trabajadores. Se subió a horcajadas sobre él, en la cabina, hundiendo la nariz contra su mono naranja. Después se fue. También regresa al momento en el que su primer novio le pidió que le tocara y ella no quiso, y cómo, a la semana, él la abandonó.

Vuelve a ver en su cabeza al pervertido del barrio que perseguía a las niñas. Y a aquel joven del que se enamoró, que era un cordero manso con querencia a la bebida, vicio aprendido del padre. Recuerda cómo lloraba sobre su vientre. Cómo la empujaba fuera de los bares, para que no le viera trasegar. Y cómo, cuando ella se marchó a la universidad, él le mandaba cartas de amor con tristísima caligrafía. Contó a sus compañeras de cuarto que eran notas de su hermano de diez años.

Vuelve a ver en su cabeza al pervertido del barrio que perseguía a las niñas. Y a aquel joven del que se enamoró, que era un cordero manso con querencia a la bebida, vicio aprendido del padre

La protagonista aprendió a emplear el sexo como un arma intermitente que valía con todos menos consigo misma: Julie no se dejaba ni rozar. En su relato, en su voz -que ofrece a ratos imágenes potentes, crueles, hermosas- uno entiende que el placer sexual no sólo depende del momento en el que se celebra, sino de todas y cada una de las experiencias, las sensaciones y las cargas emocionales que rasgan la biografía. De la concepción de uno mismo y del otro. De las herencias paternas, de los roles mamados de hombre y mujer.

De qué depende el placer

El placer -qué raro- pende de la inteligencia, y también de la capacidad de abstracción; la fruición -tomen nota- no existe si no hay sorpresa, porque el gozo no cabe en las compuertas de la costumbre. K., que es el marido de Julie, siempre que quiere acostarse con ella, le acaricia los pechos con desapego, le presiona el clítoris demasiado fuerte y su esposa gime para hacerle creer que él sigue siendo el mejor. Es interesante cómo reflexiona sobre la tendencia femenina a reconfortar al hombre, a convencerle constantemente de que es lo suficientemente bueno.

Es interesante cómo el libro reflexiona sobre la tendencia femenina a reconfortar al hombre, a convencerle constantemente de que es lo suficientemente bueno

Julie explora y el lector la acompaña: hasta en una experiencia lésbica que empieza prometedora y acaba en vómito. Hasta en las noches de aire espeso, cuando lleva semanas sin dejarse penetrar por su marido. Ahora me toca a mí es una autoexploración, un auscultarse hacia adentro. Es curioso: cuando pasan los treinta días del orgasmo prometido, cuando ya no hay ticket de devolución del producto, cuando se deshace uno de los lastres, golpea a los viejos fantasmas y ya no espera nada de sí mismo, ocurre.