Leer es cosa de brujas. El lector está en manos del embrujo que le hace perder el norte de la realidad para convertirle en un esclavo de un sucedáneo de todo lo que hace de sus rutinas algo pringoso y sobado. Leer es perder el sentido y canjearlo por imaginación. El lector abandona su vida durante el tiempo que dura este hechizo hecho a base de imágenes. La lectura es una historia conocida por todos y practicada por pocos, que el pianista y director de arte Peter Mendelsund trata de resolver a partir de una pregunta paradójica: qué es lo que vemos cuando leemos.

“Cuando abres por primera vez un libro, entras en un umbral. No estás en este mundo, el mundo en el que sujetas un libro, ni tampoco en ese otro mundo imaginado”, dice el autor. Porque uno está en muchos lugares a la vez. Imaginamos lo que nos dicen que veamos. Imaginamos nada más abrir el libro porque la visión interior empieza a proyectar inmediatamente para leer “por dentro”. No se trata de lo que vemos, sino lo que no vemos. Ya entienden, el autor hurga en la diferencia entre ver (con los ojos abiertos) y ver (con los ojos cerrados).

La mayoría de los autores (queriendo o sin querer) proporciona más información sobre la conducta que sobre la apariencia de sus personajes.

Mendelsund asegura que la cantidad de detalles que suministra un autor al describir el aspecto de un personaje o de un lugar no mejorará las imágenes mentales del lector. Las descripciones milimétricas, elaboradas hasta el dibujo de la tapicería del tren rancio en el que se escribe este artículo, esas que obligan a leerse con mucha atención y muy p-a-u-s-a-d-a-m-e-n-t-e no tienen por qué ser más vívidas. No garantizan una visión completa, pero aseguran la satisfacción del ego detallista del creador de la estampa. Por eso explica que todos los buenos libros son, en el fondo, de misterio, porque los autores ocultan información, que será revelada con el paso de las páginas. Si es que embruja bien embrujado al lector.

El que engulle a cucharadas montones de palabras, o sea el que lee, llena los huecos que el que escribe, o sea el que piensa por él, deja abierto. Ana Karenina, por ejemplo, ¿cómo es? Qué más da, porque será tal y como la imagina quien lee. Eso ve, su imaginación. “La mayoría de los autores (queriendo o sin querer) proporciona más información sobre la conducta que sobre la apariencia de sus personajes”. Son una hoja en blanco, físicamente imprecisos, apenas unos rasgos que parecen no importar. El poder de lo no dicho: “Es lo que el texto no aclara lo que se convierte en una invitación para nuestra imaginación”, asegura el autor de ¿Qué vemos cuando leemos? (Seix Barral).

El pasivo activo

Lo más gracioso de este ensayo visual es que su autor es un icono -perdón por la redundancia- en la producción masiva de imágenes que actúan como sustitutas de la imaginación. Sus portadas en el sello editorial Alfred A. Knopf son alabadas -copiadas- por todo el mundo. Por eso se muestra alarmado en el libro ante la “excesiva estimulación visual de nuestra cultura”. Es un ensayo con una pretensión muy clara: delimitar y diferenciar entre artes visuales (pasividad) y artes escritas (actividad).

“Nuestras capacidades memorísticas se están atrofiando y me pregunto si nuestra creatividad visual podría atrofiarse también”, parece gritarnos quien alimenta el peligro del que nos alerta. Es más, el libro está sobrepoblado de divertidas imágenes que ilustran las teorías del bueno de Mendelsund. “Los libros nos permiten ciertas libertades. Podemos mantenernos mentalmente activos mientras leemos. Podemos participar plenamente en la confección de un relato”. Participación: leer es democrático.

Cuando leí un libro sobre la batalla de Stalingrado, yo me imaginaba que el bombardeo, la ocupación, el cerco y la liberación tenían lugar en Manhattan.

La lectura -también- es un acto de fe. “Cuando leemos, es importante que creamos que lo estamos viendo todo”. Creer, participar, crear. Imaginen libros para conducir deprisa (con pocos detalles, pero trepidantes por la velocidad de la trama) y libros para caminar (sembrados de intersecciones, cruces y descripciones a simple vista inevitables). Imaginen que son ustedes los que deciden, que el demiurgo prefiere desaparecer para ofrecer el derecho de la emancipación a quien pone su imaginación a trabajar. Miren: “Cuando leí un libro sobre la batalla de Stalingrado, yo me imaginaba que el bombardeo, la ocupación, el cerco y la liberación tenían lugar en Manhattan”, dice Mendelsund.

Someterse, resistirse

Su canto a la imaginación en la lectura frente a la imagen audiovisual (la que ve por nosotros) no garantiza que toda la literatura estimule una visión dramática del mundo. Cuidado con la literatura de superficies, la que tiene la facultad de hacer importantes a los ojos que leen. Es decir, la que acaba con las habilidades interpretativas.

Si la imaginación es una pérdida parcial de la visión, ¿tiene todo el mundo la misma agudeza visual? “No”, responde tajante. La lectura es la interpretación de una partitura musical y el que lee es a la vez director, orquesta y público: “La imaginación implica darle la espalda al mundo objetivo que está fuera de nuestra mente”. Y romper con las normas y las estrecheces que obligan a avanzar por lo establecido. Por eso Kafka prohibió a su editor plantar un bicho en la portada de Metamorfosis. “¡Eso no, por favor, eso no!”, escribió. Porque ver cuando lees es claudicar y someterse. Dejarse morir. Ver es estar ciego.

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