La risa se fue colando por las rendijas de la maquinaria del horror, hasta quedar apagada en las cámaras de gas. En el infierno, en el abismo de la vida, de forma totalmente inverosímil y surrealista, pervivió el arte escénico, el espectáculo. En los campos de extermino orquestados por el nazismo los actores, músicos y comediantes judíos, estrellas de la actuación hasta que apareció la nube de odio de Hitler, se convirtieron en bufones de sus verdugos, continuaron con sus parodias como único método de supervivencia.

En estos lugares escalofriantes, como Auschwitz, de cuya liberación se cumplen 75 años este lunes, hubo formaciones musicales organizadas por los oficiales de las SS para acompañar la vida diaria del campo y espectáculos que montaron los propios prisioneros como un utópico acto de resistencia. Pero también eventos más extremos, de carácter circense, como los implantados por el sádico doctor Mengele: en una ocasión, antes de enviarlos a las cámaras gas, logró reunir a toda una compañía de acróbatas enanos para una exhibición; otros internos revelarían que le gustaba practicar una suerte de teatro anatómico diseccionando cadáveres en público.

Son esos ejemplos máximos del sadismo nazi, acaecidos en el núcleo del mal y que terminaron de forma definitiva con la luz de los artistas judíos que brillaron en los cabarés y espectáculos del Berlín de la década de 1930. La última parada de un proceso exterminador que contó antes con un espacio intermedio, los guetos y campos de internamiento, donde estos cómicos siguieron actuando porque no tenían otra elección, porque sus dotes teatrales les permitían seguir agarrándose a la vida. Es lo que harían Kurt Gerron, Max Ehrlich o Paul Morgan.

Este fenómeno bastante desconocido de los comediantes judíos que tampoco se libraron del Holocausto lo estudia la historiadora italiana Antonella Ottai en La risa nos hará libres (Gedisa), un ensayo profundo, inteligente y revelador que ahonda en las raíces del odio reflexionando sobre el humor y la absurda relación que se construyó entre las víctimas y sus asesinos: "La excepcionalidad de los acontecimientos teatrales, paradójicamente, contribuye a imponer, a pesar de todos los indicios en contrario, una apariencia general de normalidad", escribe la autora. El abstraerse de la realidad el tiempo que duraban las funciones.

El relato arranca con el momento de mayor esplendor de esta cultura cabaretística y en el baluarte del judaísmo, la Kurfürstendamm, una de las principales arterias berlinesas y reclamo de Goebbels y compañía cuando la esvástica comenzó a atropellar todo el orden anterior. Muchos artistas empezaron a buscar refugio en el exilio; los que resistieron, conformaron en 1933 la Liga para la Cultura Judía, con la que se buscaba satisfacer los dictámenes del poder nazi en materia de separación de alemanes y judíos, y que fue sometida a un asedio continuo hasta su desmembración en 1941.

El humor del victimario estaba caracterizado por tintes autoparódicos, pero los cómicos no rechazaron su ingenio para combatir los postulados antisemitas o satirizar al führer sugiriendo su homosexualidad. Hitler se cobraría su venganza poco después, con una sentencia espantosa: "Los judíos se reían, pensaban que se trataba de un juego. Hoy ya no ríen más".

Una anomalía

La Liga fue, en palabras de Ottai, "un gueto virtual en una ciudad que no disponía de uno real: un gueto delimitado, no por los muros de una prisión, sino por las prohibiciones de la ley". Lo que seguramente no supiesen con certidumbre sus integrantes era lo que les esperaba en los viajes en tren hacia el Este: Westerbrok y Theresienstadt, más hacinamiento y más odio. Pero aquello solo se reveló en un entreacto de la Solución Final.

Los dos fueron campos de tránsito, una farsa. El primero, en suelo holandés, era un compendio de barracones que recordaban a un poblado nómada, una estación modelo desde la que partieron un total de noventa "cargamentos" hacia Auschwitz y los otros recintos donde se perpetró el exterminio de forma masiva. Allí, en un escenario que actúa como salvación y jaula, coinciden viejos amigos y nombres destacados de las extintas esferas berlinesas.

El comandante de Westerbrok, Konrad Gemmeker, se da cuenta del patrimonio teatral que tiene prisionero y organiza fiestas y estrenos para el deleite de otros altos mandos de las tropas invasoras. La acción persecutoria transforma esas "cosas de judíos", que creía Goebbels, en "cosas de alemanes". "En el espacio de un año se había reunido en el campo los grandes nombres del cabaré alemán: quizá un empresario, en circunstancias normales, no habría logrado convocar nunca a tantos artistas", resume Otti. Las paradojas de la guerra.

Por su parte, el gueto Theresienstadt no solo presenció espectáculos similares, sino que más bien fue una comedia en sí, un asentamiento que se tornó en una farsa desde sus orígenes, una de las grandes ficciones de la historia, un simulacro propagandístico redondo. Allí tuvo lugar la Operación Embellecimiento, consistente en hacer ver a los miembros de la Cruz Roja que los judíos habitaban en condiciones decentes. También hubo un comandante sponsor, que vio en los intérpretes la materia prima ideal para sus eventos. 

Al final, no les quedó otra que entregarse a su pasión, el espectáculo, en las condiciones más infames imaginables; porque era esto, en definitiva, la consistencia ineludible de la vida contra la muerte.

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