Horace T. West, un sargento norteamericano de 33 años, se tomó demasiado a pecho las instrucciones de su superior, el general George Patton, uno de los cabecillas de la misión de los Aliados para expulsar a las tropas del Eje de la isla de Sicilia en julio de 1943 y de ahí saltar al continente europeo. La mente del suboficial era un cóctel de odio y resentimiento, de traumas provocados por los horrores de la guerra: "Había algo que se estaba cociendo en mi interior, sencillamente tenía ganas de matar y destruir, y ver como los enemigos se desangraban hasta morir", explicaría más tarde.

Un discurso incendiario del general Patton era lo que había alentado ese comportamiento extremo entre algunos sectores de sus tropas. Los oficiales de la unidad a la que pertenecía el regimiento de la 45ª División habían recibido la orden de "matar de manera devastadora" a los enemigos nazis e italianos que se resistiesen. En la arenga de Patton se sucedieron consignas como "matar a esos hijos de puta" o que la 45ª debía ser conocida como la "división asesina".

El primer paso para ir remontando Italia consistía en derrotar a los destacamentos de Hitler y Mussolini que resistían en el remoto y pobre pueblo de Biscari. Los alemanes mostraron una férrea oposición, especialmente en el aeródromo de Santo Pietro, al avance norteamericano, pero los soldados tarnsalpinos, agotados de tanto enfrentamiento y amenazados por una más que probable muerte, comenzaron a rendirse en masa.

"No dudaban en entregarse a los Aliados, muchas veces en un ambiente casi festivo, en medio de risas y canciones porque para ellos la guerra había terminado", explica el historiador Jesús Hernández en su último libro, Grandes atrocidades de la Segunda Guerra Mundial (Almuzara). "Algunas unidades norteamericanas, viendo saturada su capacidad para hacerse cargo de ellos, llegarían a poner carteles en italiano avisando de que 'No se admiten prisioneros' o dirían a los soldados que querían entregarse que volvieran otro día. De hecho, durante la primera semana de la campaña de Sicilia, los estadounidenses harían tantos prisioneros como los que habían capturado durante la I Guerra Mundial".

En Biscari, los nazis, para mantener el apoyo de sus aliados, propagaron falsos rumores sobre las atrocidades cometidas por los norteamericanos con los prisioneros. Eso permitió que el aeródromo de Biscari tardase más de lo esperado en caer: hasta la mañana del miércoles 14 de julio. 48 soldados de los ejércitos del Eje, casi todos italianos, cayeron prisioneros y fueron entregados al sargento Horace T. West.

Matanza a sangre fría

Conducían West y sus seis ayudantes a los capturados, que iban descalzos para impedir que se fugaran y a pecho descubierto, por un camino polvoriento y bajo un sol abrasador. Tras diez minutos de caminata y apenas recorrido un kilómetro y medio hacia la retaguardia, el sargento ordenó a la columna que se detuviese. Qué se le pasó entonces por la cabeza es una incógnita; tal vez las palabras del general Patton seguían retumbando en su cabeza.

Soldados italianos rindiéndose a los ante los Aliados.

De los 48 prisioneros, ordenó separar a nueve para que fuesen interrogados; luego se dirigió hacia el sargento primero de la compañía, Haskell Brown, y le cogió su subfusil Thompson. "Date la vuelta si no lo quieres ver", le aconsejó. A continuación, apretó el gatillo y las balas se introdujeron en los cuerpos de los prisioneros. Cuando todos estaban o bien muertos o retorciéndose en el suelo a causa de las heridas, West recargó el arma y, caminando entre sus víctimas, disparó al corazón a las que aún se movían. "Son órdenes", se limitó a decir. En total, 35 cadáveres quedaron allí tirados, dos de ellos alemanes.

Pero la matanza no se iba a terminar ahí. Unas horas más tarde, el capitán John Travers Compton ordenó fusilar a otros 36 italianos francotiradores que les habían tendido una emboscada durante la captura del aeródromo. A pesar de que los soldados capturados comenzaron a suplicar clemencia cuando adivinaron el destino que les aguardaba, Compton se mostró insensible: "¡Que no quede ninguno en pie!", fue lo único que le gritó a sus hombres que formaban el pelotón de fusilamiento.

Intentos de ocultar el crimen

William E. King, el capellán de la 45ª División, y un grupo de soldados que pasaba por la zona hallaron el terrorífico paisaje al día siguiente. "De inmediato captaron el horror que se desprendía de la atroz escena que tenían ante sus ojos" relata Hernández. "Incluso para ellos, que estaban luchando contra las tropas del Eje, contemplar los cuerpos de aquellos soldados indefensos, descalzos y sin camisa, asesinados a sangre fría, no podía dejar de conmoverlos, así como de indignarlos contra los compañeros que habían perpetrado aquel crimen. Uno de ellos dijo que habían venido a la guerra precisamente a luchar contra ese tipo de cosas".

La maquinaria para depurar responsabilidades se había puesto en marcha. A pesar de los intentos del general Patton por ocultar la matanza, diciendo que las muertes de los prisioneros italianos estaban "totalmente justificadas", se abrió una investigación para juzgar a los responsables: el sargento West y el capitán Compton fueron detenidos inmediatamente y examinados por un equipo de psiquiatras, que aseguraron que no tenían ningún problema de demencia.

Portada del libro de Jesús Hernández.

El alegato de Compton, que sería puesto en libertad y moriría unos meses más tarde en combate, para declararse no culpable fue el siguiente: "Ordené que los fusilaran porque pensé que respondía directamente a las instrucciones del general, me lo tomé al pie de la letra". West, por su parte, aseguraría que en el momento de cometer las ejecuciones se encontraba en un estado de enajenación mental y que habían sido las arengas de Patton las causantes de que hubiese apretado el gatillo.

El tribunal, sin embargo, no se creyó su versión y lo condenó a cadena perpetua por haber actuado con "premeditación, de forma voluntaria y deliberada, y con alevosía". Pero en vez de ser enviado a una penitenciaría federal de Estados Unidos, West quedó confinado en una cárcel en el norte de África. Eisenhower y el Gobierno norteamericano no querían que el episodio de Biscari saliese a la luz.

Además, a West nunca se le llegó a expulsar del Ejército y siguió recibiendo su su paga de 101 dólares. Pero por si fuera poco, la cadena perpetua se iba a quedar en una condena de apenas un año. El 23 de noviembre de 1944, y tras las argucias de su mujer con un congresista que amenazó con pedir explicaciones sobre el suceso en el sur de Italia al Departamento de Guerra, el sargento quedó indultado aduciendo que cometió el crimen en un estado de locura transitoria y reingresó en el servicio en activo.

West nunca más tuvo que hacer frente en un juicio a la matanza de Biscari, un nombre que ni siquiera existe ya -fue cambiado por el de Acate-. Ni el paradero de los cuerpos de los prisioneros italianos ni sus identidades han sido jamás reveladas.

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