Días atrás, en plena vorágine ministerial, Villarejo nos sorprendió con unas grabaciones de lo más sórdidas. En ellas, el apóstol de la cloaca policial cuenta cómo, mientras atravesaba la crisis de los cuarenta, con su divorcio a cuestas y su BMW en el garaje, decidió aprovechar la debilidad varonil montando un puticlub que sirviese como refugio extramatrimonial para peces gordos de todo pelaje. Se puede escuchar en estas cintas cómo las mujeres, según declaración propia, se hacían las tontas para que los hombres, con la cartera y la lengua sueltas, se regodearan en el barro de sus éxitos: yo gané tal concurso público, yo levanté a tal político de su asiento, yo me llevé a tal juez por delante.

Más allá del pronombre de primera persona, indispensable, estaba el micro de Villarejo, presto para grabar el asunto y chantajear como se debe. La ministra Delgado, claro, tuve que reírle la gracia al comisario: «Éxito garantizado... es mucho más fácil que un hombre babee a que una tía babee... Siempre entráis al trapo». Ahora bien, si uno hace el esfuerzo de quitarse de encima la caspa que desprende la conversación, lo cierto es que Villarejo no ha descubierto nada nuevo. A lo largo de la historia, uno se encuentra con numerosos ejemplos de lo que la mujer, en el entorno hostil y machista de turno, ha conseguido gracias al uso exacto de su feminidad. Lo que el comisario llama, con dudosa elegancia, información vaginal.

Desde la Antigüedad

Decía Pascal que si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta toda la faz de la Tierra hubiera cambiado. Y quizás no le faltase razón al filósofo francés. ¿Hasta qué punto la legendaria y quizás no tan justificada belleza de la faraona influyó en los tratos que Julio César y Marco Antonio sellaron con la hostil cultura egipcia? Cuatro hijos (uno con César y tres con Marco Antonio) y dos suicidios después, aquella supuesta embaucadora dejó afianzada una fértil relación entre su pueblo y la omnipotente Roma gracias a la sobreexposición de sus encantos, además de un legado impagable a través del arte, de la memoria, de la leyenda.



Sin salir de ese inicio de milenio capitalizado por el influjo romano, Robert Graves pintó el fresco de la época en la que es probablemente una de las mejores novelas de la literatura universal: «Yo, Claudio». En ella retrata con maestría a la maravillosa Agripina, hermana de Calígula, sobrina de Claudio, madre de Nerón. Agripina supo moverse como nadie por los entresijos de la política romana, utilizando los encantos del sexo, de la lujuria y del incesto para sobrevivir en un mundo plagado de hombretones erectos, con poco espacio para el protagonismo femenino. Ella consiguió ese espacio, y aunque terminó siendo ejecutada su propio hijo, hasta el siglo XXI llegan los ecos de su rebeldía política.

Agripina.

Pasa por la Edad Media

Los libros de historia se detienen alrededor del año 1000 d.C., siglo de esplendor papal, para acuñar el término «Pornocracia». Cuentan estos mismos libros que fue Marozia, mujer hermosa donde las hubiera, la que dignificó ese término. Fue ella quien conquistó la imocencia de hasta diez Papas: Atanasio III, Juan X, León VI, Esteban VII, Juan XI (el hijo que tuvo con el Papa Sergio III), León VII, Esteban VII, Marino II, Agapito II y Juan XII. Su influencia llegó hasta tal punto, que era ella quien ordenaba la ejecución o la elección de algunos de ellos, y de su influencia sobre los distintos pontífices nació una etiqueta que habría de expresar con exactitud lo que esta extraordinaria mujer significó: «La Papisa».

Lucrecia Borgia.

La Edad Moderna

Que María Tudor haya pasado a los anales como «La Sanguinaria», y dicho apodo (bloodie Mary) haya servido para bautizar un cóctel no es cuestión baladí. Recordada en España por su matrimonio con el magnánimo Felipe II, lo cierto es que su personalidad venía marcada por el divorcio trágico al que le habían condenado sus padres Enrique VIII y Catalina de Aragón. Consiguió imponerse con toda la feminidad que entonces apenas afloraba entre las princesas al propio Felipe y a las numerosas amantes de su padre. La primera reina de Inglaterra por derecho propio utilizó ese poder para provocar una verdadera sangría en el reino, torturando y masacrando a todo aquel que no se adscribiese a la católica religión que promovió su madre.

María Tudor.

La Edad contemporánea

Pero sería en el siglo XX cuando se produjese, por utilizar un término propio de Villarejo, el auge de la «información vaginal». Ya en la Rusia zarista de principios de siglo, Nicolás II, que no era precisamente el adalid de la inteligencia política, se enamoró perdidamente de una bailarina de San Petersburgo: Nadezhda Plevítskaia. Quedó prendado hasta tal punto que la colmó de atenciones y prebendas. Con la caída del zar, el régimen soviético decidió aprovecharse de la belleza de esta mujer y la envió de viaje por media Europa. Allí, los rusos exiliados glosaban sus pecados sobre el oído de Nadezhda, que informaba puntualmente al gobierno soviético de lo escuchado. Como no podía ser de otra manera, un grupo de exiliados rusos terminó descubriendo la treta y ejecutando a la bella Plevítskaia, el ruiseñor del zar.

Marina Vega, una de las reinas de la información vaginal que cambió la Historia.

La reina del siglo XX

Pero permítanme que termine este texto revoloteando alrededor de la figura de Betty Pack, probablemente la mujer que gracias a su belleza más influyó sobre el destino de la Europa del siglo XX. Su labor durante la II Guerra Mundial no tiene parangón. Gracias a su trabajo de dormitorio junto a un oficial polaco, los aliados supieron del plan alemán para invadir Checoslovaquia. Más tarde conquistó al conde Michael Lubienski, otra celebridad en Polonia, y a través de sus intimidades fue telegrafiando uno por uno los pasos que Hitler daba en su camino hacia la Unión Soviética.

No contenta con eso, también fue capaz de sonsacar el secreto de la máquina Enigma, hazaña que más tarde inspiraría a Fleming a la hora de crear el personaje de James Bond. En Varsovia liquidó a una decena de oficiales polacos que no pudieron resistir sus encantos. También sucumbió a su figura Alberto Lais, almirante de la armada italiana. Cuenta la leyenda que Betty fue capaz de acceder a los códigos de la Marina italiana a cambio de varias horas de caricias a cargo del almirante. Su último trabajo no fue menos arriesgado: desnuda, drogó al guarda de la embajada de Vichy, que había perdido la cabeza al verla en paños calientes, para conseguir información clave para el desembarco en Normandía.



Por mucho que pese la actualidad, lo cierto es que las informaciones vaginales ya estaban ahí antes de que Villarejo las rebajase a carne de cloaca nacional.