Sabíamos que el nacionalsocialismo alemán fue un veneno que afectó a todo el mundo, pero nadie nos había dicho que fue una de las drogas más potentes. “Dejó al mundo un legado químico que hoy sigue afectándonos, un veneno que tardará en desaparecer”, escribe el periodista alemán Norman Ohler en el libro El gran delirio. Hitler, drogas y el III Reich, que acaba de publicar Crítica. Sí, se refiere al fascismo (que no se ha limpiado), pero también a la metanfetamina, la fórmula química que hizo de los nazi una fuerza imparable.

“Aunque los nazis se las dieran de sanos y llevaran a cabo, con pompa propagandística y penas draconianas, una política antidroga ideológicamente bien apuntalada, durante el gobierno de Hitler hubo una sustancia especialmente pérfida, especialmente potente y adictiva que se convirtió en un producto de consumo popular”. Quita el sueño, quita el hambre, promete euforia y, casi 90 años después, es la droga de moda en la noche y de día triunfa en “las oficinas, los parlamentos y las universidades”.

Theodore Moller, con gafas, justo detrás de Adolf Hitler.

La metanfetamina se vendía en comprimidos, bajo el nombre comercial de Pervitin, y consumó el subidón nazi: “¡Despierta, Alemania!”, gritaban en sus canciones. Y Alemania despertó, gracias a la ideología química en pastillas y por vena, que permitió al individuo funcionar en la dictadura. La pervitina llegó a venderse en surtidos de bombones, cuya publicidad decía: “Los bombones Hildebrand alegran siempre”. Alemania se enganchó al nacionalsocialismo con un embriagado cóctel de propaganda y principio farmacológico activo.

El 'paciente A'

El investigador ha descubierto que Hitler se convirtió en un consumidor del pinchazo reiterado, enganchado a partir de 1937 a una sustancia poderosa que le hizo fluir por sus venas el más puro nacionalsocialismo. El “paciente A” experimentaba el chute de nazismo cada vez que su médico personal, Theodore Morell, hurgaba con su aguja.

“A veces hallo un gran consuelo en la música (sin olvidar la pervitina, la cual, sobre todo en las noches de alarma, hace un trabajo fenomenal)”, escribe el soldado Heinrich Böll, posterior Premio Nobel de Literatura. El responsable de la Fisiología de Defensa del III Reich tenía un enemigo y no eran ni los rusos, ni los franceses, ni los británicos: era el cansancio. En palabras de Otto Ranke: “El relajamiento en un día de lucha puede decidir la batalla… Resistir el último cuarto de hora de combate puede ser determinante”. ¿Cómo lograr el empujón final? Pervitina, “un medicamento excelente para animar de golpe a una tropa fatigada”. Encima, barata.

El Führer no se separaba jamás de su doctor.

En el ataque a Polonia la Wehrmacht vació las farmacias de Alemania. No dejaron ni una pastilla de metanfetamina. La droga ayudaba a los tanquistas, escribe Norman Ohler, a no preocuparse demasiado sobre qué habían ido a hacer a aquel país extranjero y permitirles, simplemente, hacer su trabajo, aunque este incluyera matar a seres humanos. “Todos frescos y despabilados, máxima disciplina. Leve euforia y gran dinamismo. Ánimos levantados, mucha excitación. Ningún accidente”. Preparados para la victoria, yonquis de la guerra.

Pastis para todos

La metanfetamina descarga un intenso impulso trabajador, un efecto imparable. Matar drogado era más fácil. El ataque costó la vida a 100.000 soldados polacos y 60.000 civiles. El estimulante neutralizó el agotamiento y anuló la conciencia. Por si fuera poco, anulaba el estado de ánimo depresivo. Había que dopar hasta los motoristas, que cubrían largos trayectos por carreteras en malas condiciones, con polvo y calor, de primera hora de la mañana a última de la tarde. Las pastillas se repartían sin decir para qué servían, pero, por su efecto fulminante, las tropas no dudaban ni un momento. El espíritu combativo ario de los Easy riders teutones se tomaba en grageas.

Soldados motoristas de la Wehrmacht.

En 1940, Ranke pidió a los laboratorios Temmler que aumentara la producción de inmediato, tenía en su poder el llamado “Decreto sobre sustancias despertadoras”, la carta magna sobre sustancias dopantes para hacer imbatible a las Waffen-SS. En un día se podían prensar 833.000 pastillas. La dosis era una pastilla al día y, por la noche, “para prevenir, dos pastillas seguidas y, en caso necesario, una o dos más cada tres o cuatro horas”. El arma secreta de Hitler para conquistar el mundo podía impedir el sueño durante más de 24 horas: “Una dosis correcta aumenta claramente la autoestima y reduce las objeciones antes de acometer cualquier trabajo duro”. Invadir era sorprender, el éxito radica en la rapidez.

Morell reservaba para Hitler los mejores caldos y pócimas. Anotaba minuciosamente las sustancias que empleó para mantenerlo permanentemente activo y cuando acabó la guerra, los Aliados le interrogaron durante dos años. Le arrancaron las uñas de los pies para acceder a sus secretos, pero los militares no comprendían nada de lo que decía el prisionero (la frustración de los interrogadores consta en las actas secretas).

El chute del jefe

En 1943 aparece en sus anotaciones por primera vez el Eukodal, un narcótico extremadamente potente. “Entre los entendidos, el Eukodal era el rey de todas las sustancias, el material del que estaban hechos los sueños”. Ante la cita con Mussolini, el “paciente A” estaba apático y estreñido. Y Morell decidió inyectar la nueva droga por vía subcutánea para dar a luz al nuevo jefe. “Hitler se encontró de pronto tan bien que pidió inmediatamente una segunda ronda”, pero Morell, “el maestro de las jeringuillas del Reich”, por el momento, se negó. Hitler se hizo adicto al momento a la mezcla de cocaína y morfina y Morell era su camello.

“Hitler seguiría siendo intocable sólo si nadie sabía qué era lo que se escondía, real y literalmente en su interior”, escribe el autor del libro. De hecho, Goebbels anota el 10 de septiembre de 1943 sobre la frescura que muestra el líder: “Su aspecto es, contra todo pronóstico, extraordinariamente bueno… Apenas ha dormido dos horas y parece como si hubiera vuelto de vacaciones”.

El búnker, la Guarida del Lobo, de los politoxicómanos.

El problema es que nadie podía seguir su ritmo en medio de la hecatombe. Sus colaboradores se irritaban al verle siempre optimista y él no personaba a quienes dieran muestras de debilidad, agotamiento o desánimo. Así que pronto sus colaboradores pidieron a Morell barra libre de lo del Hitler. Eukodal para todos los que vivían en el búnker.

La pervitina se había quedado desfasada: “Este medicamento no da fuerzas. ¡Es una de cal y otra de arena!”. Necesitaban algo más duro para soportar la presión en la sala de reuniones. Pronto la Guarida del Lobo, el cuartel general del Führer, se convirtió en una narcosala repleta de politoxicómanos que habían perdido el sentido de la realidad y de la guerra. Aunque su monstruosidad no fue un producto químico.

Noticias relacionadas