Aunque en 1800 Londres ya era una de las ciudades más populosas del mundo, aún era posible pescar salmones en el Támesis y, unos años después, lord Byron se divertía zambulléndose en el río. Por entonces, ya había numerosas voces que llamaban la atención sobre la estrecha relación que, a su juicio, unía el poder contar con un adecuado suministro de agua potable con el descenso en la incidencia de las enfermedades. Esta idea tuvo que enfrentarse a quienes consideraban que, en definitiva, era el libre mercado el que debía regular la red entre las distintas empresas existentes, pero ya en 1855 se creó el Consejo Metropolitano de Obras, el primer órgano municipal con competencias sobre toda la ciudad, para regularlo.

Sin embargo, quienes veían en esta fundación una intromisión intolerable del Estado en la iniciativa privada, impidieron que pudiera trabajar de forma eficiente. A la vez, la numerosa población de bacinillas que había en todos los hogares comenzó a ser sustituida gradualmente por los inodoros, considerados mucho más higiénicos. El único problema fue que, al parecer, nadie había previsto que eso generaría un gran incremento de la circulación de aguas residuales, incapaz de ser absorbida por la endeble red existente.

La muerte viaja por el Támesis en esta ilustración.

Hasta que, en el excepcionalmente caluroso verano de 1858, llegó el Gran Hedor (Great Stink). Los pozos negros no pudieron gestionar más los residuos y acabaron rebosando sobre las calles. La acumulación de desechos se convirtió en un caldo de cultivo para el crecimiento de las bacterias y el Támesis quedó cubierto por una película de podredumbre. Del río salió una persistente peste, tan insoportable que obligó a la Cámara de los Comunes a improvisar apaños para evitar que penetrase en el edificio (como bañar las cortinas en cloruro de calcio), pero nada resultó eficaz, y de hecho acabaron suspendiéndose las sesiones. Lo mismo ocurrió con los tribunales, que cerraron sus puertas y en uno y otro caso se comenzaron a buscar emplazamientos alternativos, incluso fuera de Londres.

Un sentimiento de pavor recorrió a toda la clase dirigente, que no hizo más que aumentar con la repentina muerte del príncipe Alberto, el adorado marido de la reina Victoria, el 14 de diciembre de 1861, con tan solo 42 años de edad. Nunca se difundió una versión oficial de los motivos del fallecimiento, pero insistentes rumores señalaron a la fiebre tifoidea, originada por las insalubres condiciones del agua de Londres. Mientras tanto, el cólera se iba abriendo camino ocasionando numerosas bajas que no diferenciaban entre los distintos estratos de la población. Pero por entonces no existía un consenso científico sobre la forma de propagación: muchos expertos seguían pensando que era el aire el medio que difundía la enfermedad y no el agua.

Por fin llegaron unas grandes lluvias, y lo más insoportable del Gran Hedor desapareció. Pero el temor a lo que pudiera estar cultivándose en el río y a que la situación se repitiese logró desbloquear la parálisis de las instituciones. La emergencia terminó de demoler los últimos prejuicios, y el Consejo Metropolitano de Obras recibió la orden, y la potestad, para solucionar el grave problema. Diez años después, en 1868, se habían construido 2.100 kilómetros de canales de agua residual, que incluían 132 de unos enormes túneles de ladrillo, construidos con 318 millones de piezas. Las obras incluyeron la creación de los Embankments en las riberas del Támesis, donde se instalaron las modernas infraestructuras hidráulicas de la ciudad y se aprovechó para dejar espacio para que circulara el metro. En total, una faraónica intervención que se encuentra entre las más espectaculares de todo el siglo XIX.

Una ilustración muestra los años del Gran Hedor.

Lo más curioso es que no hubo una verdadera revolución tecnológica: se emplearon técnicas artesanales, las mismas que habían sido habituales durante siglos, pero que no habían sido aprovechadas porque se prefería mantener una miríada de pozos ciegos y estructuras limitadas que no estaba conectadas entre sí. De todas formas, a lo largo del tiempo que duró la obra, diversos coletazos del Gran Hedor persistieron, y aunque el caso de Londres no era único en Europa, sí que era con diferencia la ciudad más insalubre, algo que se consideraba una vergüenza al tratarse de la capital del majestuoso Imperio Británico.

Cuando la monumental red entró en funcionamiento, los londinenses esperaron que tuviera unas benéficas consecuencias inmediatas, pero lo cierto fue que tuvieron que pasar bastantes años antes de que el problema se solucionase. De hecho, todavía en 1878 (es decir, veinte años después del comienzo del Gran Hedor, y diez después de que se dieran por concluidas gran parte de las obras), el choque de un vapor de recreo contra una gabarra en el Támesis puso sobre el tapete que el problema aún persistía: los recuentos de víctimas eran capaces de distinguir entre los ahogados y los envenenados por el agua.

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