Mérida

La Antigua Roma ya no es lo que era: ahora, bajo ese milagro en piedra que es el Teatro de Mérida, resulta rabiosamente moderna, desprejuiciada, verbenera. Los estrechos pasadizos hasta llegar al patio de butacas y las regias columnas proponen un pellizco de otro tiempo, pero la propuesta de Yllana y Nancho Novo -una versión cómica e ibérica de Ben-Hur- planea quitarle solemnidad al asunto y reventar la 64 edición de este Festival Internacional. Jesús Cimarro, el director del evento, mueve cuidadosamente sus fichas y paladea sus elecciones, peleando por la rentabilidad.

El reto es que Mérida esté tan concurrida como Netflix, y para ello Cimarro ha confiado en este Ben-Hur que es carne de taquilla, de risotada de todos los públicos -del docto al distendido-; una suerte de Ocho apellidos vascos de las tablas que sabe cómo seducir al españolito medio. Sí: aquí al sur de Europa necesitamos de la chabacanería para la liberación, y la cita con el despiporre es del 4 al 8 de julio. 

Esta propuesta es toda una prueba del algodón para el esnobismo festivalero: ahí los señores serios, los críticos de filias inquebrantables, llorando de risa en sus asientos a cada giro de guion, a cada canción loca, a cada chanza burda. Son carcajadas culpables: claro que esto no es Electra, claro que no es Fedra. Es una celebración de la vida sin pretensiones intelectuales -a pesar de que al final metan moralina con calzador-Eva Isanta, Agustín Jiménez, Elena Lombao, Víctor Massan, Fael García y Richard Collins-Moore lo saben y lo bordan.

La obra que odiaría Charlton Heston

Sus gags son sencillos y a veces infantiles, pero efectivos. Los diálogos viajan entre el absurdo y el chiste cañí, con guiños a Los cantores de Híspalis y hasta a Los del Río. Los romanos, ahora lo sabemos, siempre han sido muy de La Macarena. Ben-Hur es la historia de dos amigos -uno judío y otro romano- convertidos en enemigos por tropelías de la vida: la novela de Lewis Wallace comenzó apuntando maneras como best-seller, y, más tarde, se hizo con once Oscar en su versión cinematográfica dirigida por William Wyler. Récord de estatuillas solamente eclipsado por Titanic y El retorno del rey.

Lo cierto es que si Charlton Heston -que interpretó a Judá Ben-Hur en la gran pantalla- levantase la cabeza, no daría crédito. Ben-Hur es el Orgullo Gay, es la fiesta de la pluma, de la coreografía y la purpurina. Pectorales sudados, suspiros sintomáticos, belleza joven y pletórica. Qué diría hoy el actor, uno de los más conservadores de su época, si reaccionó con agresividad y desprecio allá en los cincuenta cuando le insinuaron que el filme tenía connotaciones homoeróticas.

El Ben-Hur de Yllana y Nancho Novo. EFE.

El equipo de la película tuvo que torearle para que no intuyese pasiones en la mítica escena en la que Ben-Hur y Messala beben vino del cálice del otro, mirándose con locura antigua. "Yo me encargo de Heston", aseguró Wyler. “Pero que nadie le cuente ni una palabra”. Él interpretó al protagonista como quien encarna a un heterosexual, pero su compañero, Stephen Boyd -ahí Messala-, se aprovechó de su ignorancia para explayarse en el papel y lanzarle a cada poco miradas como vórtices.

Feminismo (sin mujeres)

El otro gran pilar sobre el que se sustenta esta versión es el feminismo, pero ojo al dato: mal construido, meramente teórico. Mientras Eva Isanta lidera la revolución en la trama, el prolífico equipo que levanta Ben-Hur sólo cuenta con dos mujeres en el reparto y otras dos entre los técnicos. El resto de la masa es testosterónica. Yllana y Novo señalan las grietas, pero no saben taparlas.

Las intenciones discursivas, con todo, son buenas: las mujeres de la obra reclaman más y mejores papeles femeninos -ellas tienen que hacer de buitres o de leprosas- y exigen voz propia para contar sus historias: no quieren ser narradas más por la lengua de los hombres. Quieren exhibir los relieves de su personalidad, quieren hacer uso de su dinero, quieren dejar de sentarse en las butacas finales del teatro, más allá que los esclavos. Vienen a patalear: no-son-el-sexo-débil, aunque hasta 2018 la RAE no se haya dignado a incluir la marca de uso “peyorativo” en esa expresión machista.

En el texto original, las hembras tenían tan poca importancia que, en un momento de la trama, desaparecían sin dar más explicaciones. Aquí emulan el mismo sindiós, pero ahora exigen respuestas. Hay una imagen simbólica: Elena Lombao presiona los testículos de Richard Collins-Moore mientras reclama sus derechos. Como las posteriores sufragistas, hablan el lenguaje de la guerra porque es el lenguaje que entienden los hombres.

La sensación que deja esta propuesta fresca y arcoírica es que las mujeres y los gays triunfan frente a ese hombre blanco y heterosexual que últimamente se siente tan marginado porque la diversidad le agobia. Él, que siempre fue dueño y señor del universo, no entiende por qué a la sociedad le ha dado por escuchar lo que tienen que decir las feministas y los colectivos LGTB. El ‘heteruzo’, o el ‘machirulo’ está perdido, está frustrado, está violento como un niño sin cumpleaños. No encuentra su sitio. Ya ni siquiera en la Antigua Roma.