Decía el dramaturgo Eugène Ionesco que “el hecho de ser habitados por una nostalgia incomprensible es, al fin y al cabo, el indicio de que hay un más allá”. Algo así siente el espectador moderno de La cantante calva, una de las obras más representadas en Francia desde su estreno en 1950 e hija del teatro del absurdo: toda diálogo inconexo, toda boutade loca, toda rabioso disparate.

Aunque al principio tanto desvarío se canjee en carcajada, no tarda uno en experimentar algo sucio y acibarado corriéndole por dentro. Y arruga el gesto. Ese sindiós que se celebra en la pieza, llena de charlatanes frustrados y huecos, recuerda -siempre- a la propia vida. No nos entendemos. Estamos hablando lenguajes distintos. Nuestros mundos son otros -únicos, intransferibles, inconvergentes- y andamos aquí a golpe limpio de cráneo a ver si conectan en algo. Inútilmente.

La cantante calva viene a decir que la comunicación es ficticia y que estamos solos. Que todo es posible, que nada es probable y que acertar el tiro es inasequible

La cantante calva viene a decir que la comunicación es ficticia y que estamos solos. Que todo es posible, que nada es probable y que acertar el tiro es inasequible. Sí, muy alentador. Es tan descacharrante que desemboca en la tristeza. Y al revés: tan funesto que uno dice ¡hala!, al menos abramos el vino. Ahí están, en el Teatro Español hasta el 11 de junio, Adriana Ozores, Javier Pereira, Helena Lanza, Fernando Tejero, Carmen Ruiz y Joaquín Climent, dirigidos por Luis Luque, para defecar en el raciocinio y rascar, dentro de la paradoja, un rosario estrecho de verdades. Y, como decía Ionesco, “una idea es verdad cuando aún no se ha impuesto”.

Escena de La cantante calva, en Teatro Español. Teatro Español.

Se abre el telón. Suena Dios salve a la Reina. El reloj marca las doce. Estamos en el amplio salón burgués de una familia británica. “Son las nueve. Hemos comido bien. Sopa, pescado, patatas con tocino, ensalada inglesa”. La esposa, sentada en el suelo con una finísima tacita de té en la mano, comienza a hablar sola -arranca una diatriba imposible sobre si los niños desean el vino porque son unos alcohólicos como su padre y sobre cómo ella implanta en casa los buenos modales-, mientras el marido no levanta la vista del papel del periódico.

Lo que durante un rato parece una reunión de divertidas y elocuentes cotorras, acaba reflotando como lo que es: un chirriante llanto de bebé, que quiere quejarse de algo y no sabe cómo hacerlo porque nadie le entiende

La sirvienta -una ruidosa, abruptamente sexy y libidinosa Helena Lanza, como un sonajero hecho carne- les comunica que el matrimonio invitado está en la puerta, pero ellos no recuerdan haber convidado a nadie. Sin embargo, están allí. Al cirio que montan entre las dos parejas cuando se encuentran se les une, más tarde, un bombero que anda por ahí, aburrido buscando fuegos, y hasta la propia doncella, en una verbena imposible. Lo que durante un rato parece una reunión de divertidas y elocuentes cotorras, acaba reflotando como lo que es: un chirriante llanto de bebé, que quiere quejarse de algo y no sabe cómo hacerlo porque nadie le entiende.

Trump, Le Pen, el Brexit

Explica Luis Luque a este periódico que La cantante calva habla “de que el entendimiento entre los seres humanos es cada vez más difícil, y ahora incluso es más evidente porque hay más formas de comunicarse, con las redes sociales e internet… hay más ruido, más furor, pero la gente está igual de perpleja y desconcertada que hace mucho tiempo, más aislada que nunca”.

Escena de La cantante calva en el Teatro Español.

Teniendo en cuenta que la obra nació en la Europa devastada de los años cincuenta y reflejaba a una población que había superado dos guerras mundiales y andaba encaramada a movimientos culturales “muy reactivos”, ¿cómo podemos aplicarnos hoy el parche de La cantante calva? ¿Dónde la vemos, en qué nos atañe, a qué nos suena? “La cantante calva es eso tan incomprensible de que haya ganado Donald Trump. Es eso tan disparatado y absurdo de que Le Pen, una fascista, pueda ser presidenta de Francia, es eso del Brexit…”, resopla. “La descomposición de Europa es distinta ahora de la que vivió Ionesco, pero persistimos en ese estado de perplejidad, de adormilamiento”.

Ahí está la traducción verdadera de la obra antigua. En esta podredumbre política y moral que arrasa el mundo. En la oquedad de los valores, en el utilitarismo, en la incapacidad de tender puentes. Ni con el verbo ni los hechos. Estamos sordos, ciegos y mudos; elegimos al tuntún la opción que más aplaque nuestro miedo. Los memes, las coñas y las manos clamando al cielo no arreglarán este desaguisado.

Los artistas y las etiquetas políticas

Luque no entiende la obra como una crítica ácida a la burguesía, sobre todo “porque yo soy burgués”: “Eso de la típica familia burguesa, inglesa… ha desaparecido, está todo difuminado y todos pertenecemos a esa burguesía”. Luque cree, en términos políticos, que “está todo muy polarizado” y que “estamos obligados a ser etiquetados”: “De ahí creo que viene la doma del artista. Si te dejas etiquetar, en cierto modo, estás domado. Nosotros deberíamos quitarnos etiquetas y prejuicios y exponer lo que queremos exponer, que es, al menos, una reflexión para mejorar el mundo”.

De ahí creo que viene la doma del artista. Si te dejas etiquetar, en cierto modo, estás domado. Nosotros deberíamos quitarnos etiquetas y prejuicios y exponer lo que queremos exponer

Le parece “insólito” el “desprecio a la cultura” que sufren los artistas de este país por parte del gobierno: “Las sociedades latinas, especialmente, tenemos esa necesidad de expresarnos, de salir a la calle, de cantar, de bailar, de actuar… tenemos un gran capital artístico y cultural y no se está aprovechando”, relata. “Sentir el desprecio de la clase política es muy doloroso, pero también es doloroso ver cómo nos están robando mientras nos dicen que no hay dinero. ¡Claro que hay dinero, pero se lo están llevando!”. La justicia en España también le da un aire lampiño, cancerígeno, a La cantante calva.