"¿Qué hago con el público si quito las barandas del puente? Vendría la máscara a devorarme. Yo vi una vez a un hombre devorado por la máscara. Los jóvenes más fuertes de la ciudad, con picas ensangrentadas, le hundían por el trasero grandes bolas de periódicos abandonados, y en América hubo una vez un muchacho a quien la máscara ahorcó colgado de sus propios intestinos”. En 1930, Federico García Lorca escribió su obra más vanguardista, experimental y arriesgada, El público. También la más honesta y clara, la más confesional, si se acierta a leer entre su simbolismo.

Después de que el Teatro Real abordara a comienzos de año El público en la versión operística de Mauricio Sotelo, ahora lo hace Àlex Rigola en un nuevo montaje de esta obra compleja. Un texto inacabado según algunos expertos -otros dudan hoy de esta afirmación, que solía darse por hecho- que estrena el Teatro de La Abadía, donde puede verse entre el 28 de octubre y el 29 de noviembre. “No es una obra para ser leída. Lo es para ser vista, interpretada. Hay poco entendimiento en una primera lectura. Pero hay mucho entendido en un primer encuentro como espectador”, asegura Rigola a EL ESPAÑOL. Una coproducción con el Teatre Nacional de Catalunya que protagonizan Pep Tosar e Irene Escolar, entre otros intérpretes.

Auto sacramental

García Lorca, el homosexual obligado a callar en una sociedad aún cerrada, el autor que se debatía entre el éxito comercial de sus primeras tragedias y poemarios y la pulsión del investigador del lenguaje, lo condensó todo en esta pieza onírica que bien podría transcurrir en su propia cabeza. Una mente o quizá un sueño febril del personaje protagonista, un director teatral que monta Romeo y Julieta, que recibe la visita de los cuatro caballos con sus trompetas, que habla con cuatro hombres y una mujer, mientras el público pide “la muerte del director de escena”. Un auto sacramental freudiano.

“No es una pieza surreralista -aclara el director-, no funciona por automatismos. Aunque usa elementos surrealistas, principalmente toda una cultura freudiana en la que lo que vamos a hacer es entrar en la cabeza de Lorca, donde sus diferentes yos debaten consigo mismo”. El dramaturgo se enfrentaba a sus propias pasiones. “En esa lucha se contraponen nuestros instintos más primarios con el racionalismo”. Lorca había sido enviado por su padre a América, un viaje de desahogo, para limpiar la mente. Después de estrenar “Mariana Pineda”, un gran éxito, atravesaba una crisis personal, creativa e identitaria. Estaba por un lado su mal resuelta homosexualidad. Por otro, su relación con el teatro. “Ha tenido el reconocimiento del publico y de la crítica pero sus colegas mas cercanos de la Residencia Estudiantes, donde él ha crecido como hombre de cultura, le rechazan no sólo este texto teatral sino también su obra poética”, recuerda Rigola. Aquel viaje fue clave: de él saldrían Poeta en Nueva York, El público y Así que pasen cinco años.

Àlex Rigola e Irene Escolar, en los ensayos de El público Teatro de La Abadía

Ese complejo equilibrio del artista, ya sea un dramaturgo, un pintor, un cineasta o un músico, por gustar sin dejar de gustarse, por llegar al espectador sin traicionarse, y al revés, por ser fiel a su ideario ético y estético sin por ello arruinar a su productor o así mismo, está en el fondo del dilema de la pieza. Les ocurre también a los directores teatrales. “Yo me encuentro en esa lucha interna siempre: hasta dónde creo que puedo tensar la cuerda”, reconoce Rigola. “Cuando han tenido más repercusión mis espectáculos es cuando me han costado menos, en términos de esfuerzo, de horas”. El equilibrio es casi imposible: “Puede darse la muerte del artista por desconexión del público o por esclavitud con el público. De esas tensiones habla la pieza”.

Teatro subterráneo

El otro gran tema de El público es la sexualidad del autor, más explícita que en ninguna otra obra pese al simbolismo que parece ocultarla. “Los caballos son pulsiones sexuales que se acercan a Lorca y que cuando son excesos pueden hacernos tomar caminos equivocados”, explica el director. Él los ha reinterpretado. Y pese a una foto suya promocional que no le convence -a lomos de un caballo, “yo no quería montarme”, asegura, “es una postura soberbia, de dominación”-, en escena no habrá caballos de ningún tipo, sino representaciones de lo que estos significan.

En escena, Rigola propone una superficie orgánica, una simulación de gravilla oscura, para hablar del teatro subterráneo, el que demandaba el autor frente al teatro al aire libre, simbolizado por unos cortinajes plateados, artificiales, sinónimo del teatro obvio, el burgués, el que contenta al público pero no al creador. “Esta pieza habla de la honestidad en todos los terrenos, el artístico y el personal. Trata de las tensiones y las contradicciones”, resume el director.

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