Es un viaje triste y solitario el de la cotidianidad. Apenas un instante sin pulir, ni embellecer. Porque es así, la cotidianidad no tiene brillo, es áspera y le suele faltar sal. Es un camino a ninguna parte que excede a la paciencia y termina por extinguirse, como un trayecto en Metro, entre Tetuán y Vallecas, para ir a trabajar o a la escuela. La cotidianidad nunca se gasta, pero desgasta. Humaniza. A Julio López Hernández todo lo que fuera hacer del bronce, carne, le interesó tanto como ese interior del vagón del Metro, en 1970. 

El escultor madrileño se bajó ayer en la primera parada de su viaje, 88 años después, y ha dejado un mundo de verdad y carne atormentada. No le interesaron los dioses, ni los mitos. Algún Cristo crucificado sí hizo, pero fue más crucificado que Cristo. Sólo prestó atención a los que iban a morir, como usted y como yo, en una aspiración clásica: humanizar el bronce, hacerlo vibrar con esperanzas frustradas y desasosiegos incurables, con la carne que se oculta bajo la carne.

El escultor trabajando en su taller. Efe

Y lo llamaron “hiperrealista”, a pesar de ser una metáfora. Julio hizo trizas la dichosa etiqueta con la que salivaba el mercado, porque “el realismo que se hace en España es uno de los fenómenos estéticos más genuinamente originales de la crónica del último arte actual”, escribió Javier Tusell a finales de los ochenta. “¿Cómo llegó al realismo?”, le preguntaron una vez en una revista de arte (Papeles plástica), en 1980, y el contestó que le llevaron las gentes que le rodeaban. 

Un viaje sin final

No se refería a sus compañeros de generación, a los que conoció en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en los cincuenta. Hablaba de “esos seres vivos, con las huellas de su pasado, unos, y con el anhelo del presente, otros”. “Era un mundo amplísimo, capaz de contener, dentro de sí, motivos suficientes para seguir trabajando dentro del realismo. Es un campo ancho, profundo y misterioso, por el que puede uno meterse sin el temor de alcanzar alguna meta definitiva”. El placer de transitar, del trayecto. El viaje a ninguna parte. 

Dibujos preparatorios de El alcalde.

Sobre el futuro de su trabajo no era demasiado halagüeño y decía, en esa misma entrevista, que esa “efervescencia” de los ochenta por el trabajo de Antonio López, su hermano Paco, Isabel Quintanilla, su esposa Esperanza Prada, María Moreno y Amalia Avia, se pasaría de moda. “Ahora, como motor personal e impulsor para seguir trabajando, tengo fe que durará bastantes años”. Y sobre esto no valían las previsiones.  

Fidelidad real

Pocos años después, otra entrevista en la que le toca defenderse de lo mismo. En Cultura Ya, reniega del hiperrealismo escultórico, mientras trabajaba en la estatua de Federico García Lorca que el Teatro Español le había encargado para colocar en la madrileña Plaza de Santa Ana. “No creo que se pueda hablar de una filiación a una tendencia determinada. Hay una fidelidad al realismo, eso sí, que yo llamo constante, pero existe un realismo múltiple, dispar. Hace años yo estaba más implicado con el hecho social. Hoy me interesa más lo que afecta a los seres, algo incorpóreo, su deshacerse en la vida, quizá podríamos denominarlo realismo poético, mágico o metafísico. Pero lo que está muy claro es que el hiperrealismo no lo veo impuesto en mi obra, y sí a otros elementos de tipo abstracto”. 

Julio López Hernández en su taller.

Curioso. Mientras la crítica ponía al grupo la medalla de Marca Genuinamente Española, el grupo trataba de desembarazarse de todas las apreturas realistas. Preferían los realismos. El suyo, como escribió alguna vez el catedrático de Historia del Arte, Valeriano Bozal, tiene un “aire de mortandad, de cosa terminada, falta de aliento de vida, porque todo parece ya prefijado”. Sellado al vacío y lanzado a la eternidad en modo romano, no egipcio. Es una “realidad pasada, existente sólo en apariencia, pero vacía por dentro”. 

El vecino, un alcalde

Julio fue más emotivo que social, más misterioso que realista. De sobresaliente eficacia estética por lo bello malogrado, como en el imponente “El alcalde” (1972). Un ser de textura desenterrada y presencia imponente. Amenazador y frágil. El modelo era un vecino suyo, de su estudio de Cuatro Caminos. “Es una zona de posguerra muy significativa que yo he vivido en la juventud, era una zona en la que estaban muy marcadas las huellas del pasado, las huellas dolorosas de la guerra”, contaba en el catálogo de una exposición italiana. Este vecino era vendedor de carbón, pero fue alcalde durante la República. “Me pareció un personaje digno de ser retratado porque recordaba un ambiente, un clima. En primer lugar, el despotismo de aquellos poderes anteriores a la República y, luego, la tragedia de una vida”.

El exalcalde pasaba por su estudio y posaba, se esforzaba por apropiarse del gesto, pero la ropa, los pliegues, eso era más difícil. Este hombre “tenía la ropa esculpida en carbón”. Para indagar sobre la realidad del personaje puso la ropa sobre un maniquí para tener un modelo más cercano y constante. Le proporcionaba una documentación detallada y fiel de los dobleces del tejido. La ropa que trasladó al maniquí conservaba las mismas arrugas que tenían en el cuerpo del alcalde. La chaqueta, sin apoyarla sobre nada, se quedaba de pie.  

Manos que piensan 

Julio López es un artista que traiciona al realismo, que exalta lo perecedero y retiene el tiempo en un gesto. Suele atarlo a las manos de sus modelos. Ellas son las que hacen pensar, hablar a la escultura, las que mueven hacia la fragilidad a los bronces humanos. 

Un pintor para el Prado.

Así ocurrió en Un pintor para el Prado, un encargo de 1991, año en el que se instaló en los jardines del museo y donde continúa hoy. Fue una donación de la Fundación Juan March. Es un joven artista en busca de su formación. Ese el homenaje al más interesado de sus visitantes”, dijo el propio Julio. “He querido reflejar esa actitud de conquista y reverencia del joven pintor en su peregrinaje hacia una formación integral, desprendiéndose de ciertos vicios -simbolizados por el caballete abandonado- y aspirando al conocimiento de los cánones tradicionales que le dan a su obra estética una mayor profundidad”. Julio era clásico, no clasicista. 

Su vocación, como la de su hermano Paco, parte del rescoldo de los viejos talleres, de una familia de orfebres. De su abuelo paterno y de sus padres aprendió el cincelado y el dorado, y sobre todo la artesanía del oficio. En recuerdo de sus orígenes deja esa “pareja de artesanos”, sus padres. De la casa saltó a las escuelas y de ahí a Francia e Italia, a seguir aprendiendo con becas la tradición escultórica europea. 

Real y espiritual

Y dos décadas más tarde, en 1980, en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro, tuvo la muestra más importante sobre su obra dedicada a elevar al ser humano a partir de su realidad más humilde. El drama del heroísmo anónimo visto desde un primerísimo primer plano. Ahí aparece “Dormitorio de Almagro, 28”, puro cine neorrealista italiano. Una habitación con dos camas y desdicha. Julio, el realista que quería mirar debajo de la metáfora para huir de la superficie, para lograr que la objetividad no reprimiese la aspiración espiritual.  

Quienes visitaron su estudio cuentan que tenía dos partes bien diferenciadas. Por un lado, la fragua-estudio-oficina, donde trabajaba y donde descansaban muchos modelos en yeso o resina de grandes esculturas monumentales. Porque también dejó hueco para los héroes populares, desde Lorca, con la alondra entre sus manos, como “símbolo de la voz del pueblo”, su devoción por las medallas y la derrota digna, a los reyes Juan Carlos I y Sofía. 

Besteiro, el digno dolor

En un edificio contiguo tenía el escultor una exposición permanente en varias estancias, llenas de esculturas, sobre todo de bronce. Ahí, cerca de sesenta años de trabajo. Los bajorrelieves, los animales y el Julián Besteiro (1870-1940), presidente de las Cortes de la Segunda República y del PSOE y de la UGT. “He pensado situar la figura de Besteiro sobre un pedestal recubierto con las mismas losetas de cerámica que empedraban el patio de la prisión”, le dijo el artista a la periodista Charo Canal, del diario El Sol, en 1990. “Quiero arañar el bronce, trabajarlo hasta hacerlo vibrar”.

El líder socialista falleció en la cárcel de Carmona, tras la Guerra Civil. Fue el único miembro del Consejo de Defensa de Madrid que permaneció en la ciudad tras la entrada del ejército sublevado. Se le acusó de promover un socialismo moderado y condenado a 30 años. Julio tuvo acceso a las últimas fotos que se le hicieron en el penal de Carmona para realizar la estatua que debía presidir la plaza del pueblo donde estuvo la prisión. Durante meses, su estudio fue ocupado por los dibujos en el que aparece, cansado y enfermo, sentado en una modesta silla de enea, en el patio de la prisión. 

Julián Besteiro se conserva digno en el dolor y la derrota”, le dijo a la periodista. “Yo he querido reflejarlo así porque la victoria de este hombre está en su derrota”. La resignación del perdedor no significa claudicación. Junto a la multitud de dibujos, una maqueta de arcilla que llevaría a tamaño natural. Porque Julio era un escultor a tamaño real, el amargo pasajero de lo cotidiano que ha muerto con la esperanza de ser entendido más adelante. Como él mismo decía: “El arte no es un notario que levanta fe de la realidad, sino un hombre que se pregunta sobre el futuro”.