En el armario de Carmen Lomana cabe un museo. Uno de los pequeños, de los de inteligencia asistida. Artificial. Un museo empobrecido, raquítico, no uno de esos que se abren a la incertidumbre y a la creatividad. No. El armario de Carmen Lomana cabe en uno de esos museos que delegan la inteligencia, que recurren a la ignorancia y a la negligencia como método para formar parte de la sociedad en la que emerge. Cabe en un museo que no busca el conocimiento, que no quiere participar, que prefiere no reflexionar, ni hacerse preguntas, que no necesita el crecimiento de sus visitantes. Sólo quiere su visita, es decir, el crecimiento de sus visitas.

El armario de Carmen Lomana cabe en uno de esos museos a los que no les importa cómo entran ni cómo salen quienes pasan por sus salas, simplemente rellenan tiempo y espacio, son embutidores de contenido regurgitado, sólo quieren que estén y engorden las cifras de haber estado. Estar o ser.

Carne de cañón

El armario de Carmen Lomana entra en un museo sin aspiraciones por el servicio público, uno de esos en los que lo importante no es que podamos relacionarnos con él y sus colecciones de manera que contribuya a transformarnos a nosotros y a nuestro mundo a mejor. No. Cabe en el de los otros, en uno de esos museos minúsculos, que no se dedican a la cultura, que no saben a qué se dedican pero ya puestos mejor a mercadear, a especular, a priorizar la inutilidad, la redundancia y la desorientación. Todo aquello que ya en su día denunció la Ilustración, todo aquello por lo nos hacen más débiles y analfabetos, todo lo que nos convierte en carne de cañón, en peleles. Dóciles sirvientes.

Tres de los vestidos que se expondrán.

La ropa de Carmen Lomana cabe en uno de esos museos que merecen ser cerrados para convertirse en almacén de ropa usada por no cumplir con la misión que le ha sido encomendado: formatear el sentido de la vida colectiva, fomentar la autonomía del visitante y su actitud crítica, disfrutar.

Adiós inteligencia

El armario de Carmen Lomana cabe en ese museo en el que la estandarización de lo previsible se lleva al paroxismo para perder toda fuerza de interpelación y de cuestionamiento, uno de esos museos cuya máxima aspiración es la incomunicación entre saberes y su inutilidad recíproca, y transportar a sus visitantes a un mundo sin problemas ni necesidad de resolverlos. Museos en los que no hay preguntas, el armario de Carmen Lomana entra en el museo y ya no hay sitio para más, porque han delegado la inteligencia y desactivado la crítica del arte. Han matado la acción y la inspiración.

El guardarropa de Carmen Lomana entra en los museos que se vacían de vida y se llenan de muerte, con visitantes que no son invitados no a pensar, ni a intervenir, ni a gozar, dando por hecho que lo humano está acabado y afianzando las servidumbres de una condición absurda.

La directora del Museo del Traje, Helena López de Hierro. UIMP

El armario de Carmen Lomana cabe donde las humanidades no tienen lugar, donde no hay espacio para la experiencia humana. Cabe en ese museo en el que la dignidad de los museos no cuenta, ni la inteligencia de sus visitantes, cabe en uno de esos museos que no dudan en traicionarse, en menoscabarse, en humillarse, en hacerte perder el tiempo y mantenerte atado a la coartada de lo intrascendente y de un poder hipócrita, capaz de consentir llenar un museo público con el armario de Carmen Lomana, porque Lomana es -como dice la web del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte- “muy conocida por sus apariciones mediáticas, en las que ha lucido alguna de sus mejores piezas”.

En el museo donde ha entrado el armario de Carmen Lomana sobra su directora, Helena López del Hierro (hija de Ignacio López del Hierro, actual pareja de María Dolores de Cospedal).