La realidad es un engaño. Apenas una sensación de paz y de angustia, que fluctúa según el día. Para colmo, la realidad cada vez es menos real y más líquida. Todo lo que pasa, pasa por nuestras pantallas, troceado en miles de cachitos de realidad. Porque la realidad cada vez es más pequeña, del tamaño de tu smartphone. Todo lo que no salga ahí, no existe. Todo lo que no sea trocear, reducir y aislar no es posible.

El pintor de la vida moderna en la era de la pantalla completa sigue su camino. Sale a la calle, busca, observa y encuentra. El pintor Iñaki Lazkoz no se separa de su cámara de fotos. La base de su trabajo es la fotografía. Lo que encuentra el artista navarro es soledad, individualismo y aislamiento. Baudelaire alucinaría con él y con estos tiempos, que con tanto tino ha descrito Naomi Klein. Esos edificios que Lazkoz levanta en medio de la nada o que suelta a plomo en un vacío grisaceo, son el colmo de la reducción.

Él sale y roba a la realidad. Se la lleva a su estudio, en el monte más alto de Navarra, en Abaurrea Alta. Lo dejó todo con la crisis y se fue a vivir al monte. Menos ruido, menos distracciones, más aislado. Todavía más. Desde hace dos décadas pinta el silencio de la civilización, en postales de un mundo abandonado.

Gris nostalgia

En los lienzos de Lazkoz, la civilización ha excluido al ser humano y sólo hay motivo para la nostalgia. “Lo soy”, reconoce el pintor. “Soy una persona bastante nostálgica. Me encanta cuando cambian la hora y anochece antes”. Lo imaginamos trabajando en su estudio, como en un refugio nuclear. Tan aislado como sus cuadros, como nosotros.

Nunca usa colores brillantes. Maldita la gracia: su precisión es tan atractiva y su ánimo tan plomizo, que uno cae en la trampa. “Mi color favorito es el gris, tiendo a apagar los colores”. Y así todos esos fondos que limpian lo que sobra, lo que distrae. Esta es la fórmula que le ha permitido ser tan decorativo como inquietante. El suyo es un realismo que huye de la realidad. Onírico, quizá. Hiperrealismo hiperidílico.

Trabajando sobre la realidad.

Al pintor favorito de Bertín Osborne, Jaime Cantizano o Sergio Dalma le pasa como a Edward Hopper, su gran referente: coloca sus motivo en la ansiedad misma y las promesas rotas del capitalismo. Aquella gasolinera en medio de la nada. Una isla en un mar de oscuridad. A Lazkoz le pasa lo mismo que al maestro norteamericano, entiende el realismo como la expresión exterior de la vida interior del artista. Son traductores tan personales que cualquier puede interpretarles (a su manera).

Silencio, se pinta

Cuenta que al tener un trabajo tan detallado, las composiciones acababan por recargarse en exceso. Por eso empezó a limpiar el fondo, hasta eliminarlo. Y así desapareció hasta la luz y así abrió las puertas a la intranquilidad. Por eso la realidad es un engaño en los cuadros de Lazkoz. Porque cualquier parecido con ella es pura conciencia: el silencio, la exclusión y el aislamiento hacen de ellas, pinturas con arquitecturas decadentes y lugares desabitados. Son el paisaje después de la bomba.

El edificio de la Mallorquina, al detalle.

Él, como Hopper, es una persona al margen. El realismo es una pintura marginal. Aunque la más popular de todas. Coincide también con el norteamericano en la inquietud del uso de arquitecturas en mitad de la nada. Mientras Hopper es la profundidad de su América, Lazkoz es la pura abstracción. Por eso prefiere que no le digas “hiperrealista”. No se siente cómodo, aunque reconozca que lo es en la técnica. No en las intenciones.

Deambular, viajar

“No pretendo que mis cuadros sean tan reales como la realidad. Busco otras sensaciones”. Tampoco esconde la pincelada. ESTO NO ES UNA FOTO. Trata de decirle al espectador. También: ESTO NO ES UN CUADRO HIPERREALISTA. Pero sí es una pintura. Más: una pintura que no ha sido proyectada. No quiere. Es un puritano de la verdad. Primero mancha todo el lienzo de un color y después de varias capas, comienza a dibujar, con pincel. Una de las claves de su obra reside en la proporción. Hay mucho aire para respirar o para asfixiar. El motivo es diminuto frente a tanto gris.

Lazkoz, un pintor de la vida moderna.

“Alguna vez he proyectado, pero no me gusta porque me parece un poco estafa. Quizá sean prejuicios de purista. Prefiero usar los cálculos matemáticos para transportar la imagen al lienzo. Proyectar, a fin de cuentas, es calcar. Y a mí lo que más me gusta de este juego es pintar. Alguna vez he proyectado, pero procuro evitarlo”, explica para devolverles la esperanza a los decepcionados con el hiperrealismo proyectado.

Las visiones de Lazkoz son imágenes de un mundo errante, que deambulan sin tener adónde ir. Como un pintor realista. Lleva tres años pintando para montar su próxima exposición en Pamplona. “Prepararla significa retener obra que no puedo vender antes de la muestra”, cuenta. Pero tiene que seguir viviendo. Así que, al tiempo, debe producir obra para vender y subsistir. El hiperrealismo no es rentable. Es lento. Es una obsesión. Y nunca se acaba.

A fuego lento

“Mi producción es pequeña por lo lento de mi trabajo. Es uno de mis mayores handicaps”, dice. Su virtud, su obstáculo. Al año puede producir unos 15 o 20 cuadros. Y a la hora de poner precio… tampoco es rentable. El más caro, el edificio de la Mallorquina de Madrid, 12.000 euros. Estuvo dos años pintándolo. “Los hago a fuego lento”. Y amor.

Lazkoz acaba cuando el cuadro le produce arcadas, cuando le cansa y se agota. “Más que terminar un cuadro, lo doy por terminado. Porque podría seguir hasta el infinito. Soy muy exigente”, pero no es Antonio López. Porque de hecho, el grupo de los realistas madrileños no le interesan. Le dejan “río”. “Veo que es un alarde de realismo, pero nada más. Se queda ahí. A mí me gusta crear incógnitas, ir más allá de la realidad. Interactúo un poco más con los espectadores. Los realistas son una especie de alarde de maestría”, asegura.

Son atractivas pesadillas de un mundo troceado y debilitado. Una ciudad sin unión, sin comunidad, libres de resistencia y expuestos a la doctrina del shock