Fue a propósito de un texto sobre criptozoología que hace unos años escribí para la editorial DeHavilland como supe de la leyenda del misterioso dedo del yeti que James Stewart y su esposa Gloria sacaron clandestinamente de Nepal.

Apareció en 2008, en los sótanos del Museo de Londres dentro de una caja que había pertenecido al investigador William Osman Hill. Medio siglo antes, Hill había encargado al explorador Tom Slick que se hiciese con uno de los dedos de la supuesta mano del yeti que unos monjes conservaban en el templo de Pangboche, en el Himalaya. Para evitar que los lugareños se percatasen de su ausencia, Slick sustituyó el dedo del abominable hombre de las nieves por uno falso y entregó el auténtico a Stewart, quien lo ocultó dentro del equipaje de su mujer, entre la ropa interior.

Inventamos complejas y rocambolescas historias cuya falsedad, con el tiempo, nosotros mismos nos encargamos de demostrar

En el año 2011, un análisis de ADN reveló que el dedo sustraído por Slick era humano. Contra todo pronóstico, no se trataba de una reliquia del yeti. Sin embargo, durante años, aquel apéndice grotesco sirvió a muchos para creer sin reservas en la existencia de un ser improbable.

Resulta curioso cómo el hombre construye a veces sus propios misterios, cómo crea con su imaginación sus propias fábulas y leyendas, para después dedicar gran parte de su tiempo y esfuerzo a desmontarlas. Nos inventamos complejas y rocambolescas historias cuya falsedad, con el tiempo, nosotros mismos nos encargamos de demostrar. Como un gato que de repente decide que aquello que parecía una simple piedra tal vez sea algo más. Y entonces se agazapa, fija su mirada, salta sobre ella, y la atrapa entre sus garras con cara de pánfilo comprendiendo que, efectivamente, tan solo se trataba de una piedra.

Asalto a la razón

La curiosidad innata del ser humano, esa que nos hizo zarpar en carabelas para cruzar el océano, la que nos llevó a explorar el planeta y a intentar observar el universo a través de telescopios y microscopios, es el lado de una moneda en cuya otra cara coexiste la tendencia a elegir lo sobrenatural como respuesta a fenómenos desconocidos y hechos para los que no hallamos explicación. Así lo considera el historiador José Carlos Bermejo Barrera (Santiago de Compostela, 1952), catedrático de Historia Antigua en la USC, cuando al hablarle de este asunto me comenta: “En general, la necesidad de explicaciones esotéricas responde al “asalto general a la razón” en que vivimos en todos los ámbitos, que se une a la idea de que siempre debe de haber algo oculto, malintencionadamente, por descubrir”.

Los misterios que se ajustan a este patrón son abundantes. El yeti, los moái de la isla de Pascua, el Triángulo de las Bermudas, el monstruo del Lago Ness, etc. Fenómenos inventados y realidades a las que el propio hombre atribuye un origen oculto para, años más tarde, como si su veracidad nos hubiese sido impuesta, esforzarse en desmitificar. Como por ejemplo ha sucedido recientemente con las espirales de Nazca, en Perú.

Las espirales de Nazca formaban parte de un sofisticado sistema de regadío que posibilitaba el acceso al caudal de los acuíferos subterráneos

Durante siglos, nadie ha sabido explicar con certeza en qué consistían esos profundos agujeros con forma de caracola llamados puquios que se encontraban repartidos por todo el desierto. O mejor dicho, nadie ha sabido explicarlo de forma racional. Las teorías sobre su origen, al igual que ocurre con los enigmáticos geoglifos gigantes que hay en la zona, siempre han coqueteado con lo esotérico o lo paranormal.

Sin embargo, un estudio basado en imágenes tomadas mediante satélite ha permitido a la investigadora Rosa Lasaponara, junto con su equipo del Instituto de Metodologías para el Análisis Medioambiental, determinar que las espirales de Nazca formaban parte de un sofisticado sistema de regadío que posibilitaba el acceso al caudal de los acuíferos subterráneos. De esta forma, los miembros de la civilización precolombina de los Nazca, que habitaron entre el siglo I y el siglo VII, en uno de los lugares más áridos del planeta, fueron capaces de irrigar aquel páramo y generar cultivos gracias a los cuales lograron sobrevivir.

“Los puquios eran la infraestructura hidráulica más ambiciosa en la zona y permitían que hubiera agua disponible todo el año”, explicaba Lasaponara en declaraciones a la BBC. El sistema era brillante. A través de las espirales se conducía el viento al interior de los pozos, que estaban conectados entre sí, de tal forma que el aire que entraba en los conductos en un determinado punto de la estructura elevaba el agua hasta la superficie en otro de los puntos, conformando un laberíntico circuito de riego. Toda una obra de ingeniería. O lo que es lo mismo: de magias, dioses y extraterrestres, nada de nada.

Desconocer, elucubrar

Para profundizar en el tema, me cito con el célebre antropólogo Manuel Mandianes (Os Blancos, 1942) en el Parador Pingallo, en Ourense. Desde su punto de vista, se trata de una cuestión de superación progresiva: “No es que el hombre no busque una explicación racional”, dice Mandianes al exponerle mi planteamiento. “De hecho, todo lo que buscamos entra dentro de lo racional. Incluso lo irracional. Porque lo irracional no es más que un nivel de lo racional. El hombre no busca una explicación fuera de la ciencia. Cuando atribuye un fenómeno a una fuerza sobrenatural lo hace porque carece de una explicación científica, pero sigue necesitando una explicación. Y esto sucede porque lo desconocido nos desconcierta. Nos saca de quicio. El hombre necesita, por tanto, ordenar la naturaleza porque ello le da tranquilidad. Y prefiere un mal orden a un buen caos”.

Paradójicamente, por lo tanto, lo irracional se presenta como una escapatoria en el intento del hombre de racionalizar el mundo. Como un salvavidas al que agarrarse cuando la lógica no nos mantiene a flote. Mandianes aprovecha el propio ejemplo Nazca: “No nos importa contentar a los dioses. Lo que nos inquieta es ignorar el origen. Los antropólogos decimos que el hombre no puede vivir en el sinsentido y por eso tratamos de dotarlo de una explicación”.

En lugar de optar por la respuesta racional, el “homo religiosus” prefiera elegir la fábula, la mitología

Cuenta que las explicaciones acaban superando a aquellas que antes nos tranquilizaban, “igual que Einstein y la relatividad superaron a Newton y la gravedad, y ahora las ondas gravitacionales son una nueva superación de la relatividad”. “Las explicaciones científicas no son más que el resultado de acumular más información que nuestros antepasados. ¿En qué momento la farmacopea moderna supera la rebotica de la abuela? En el momento en que acumula más información. La rebotica de la abuela es el resultado de miles de años de experiencia. Una acumulación de información que acaba siendo superada por la ciencia”, añade.

El antropólogo entiende que el hombre siempre buscará una explicación que ordene aquello que no entiende. Y mientras carezca de una explicación científica, preferirá un “mal orden a un buen caos”. Sin embargo no deja de llamarme la atención el hecho de que, en lugar de confiar en la futura existencia de una explicación lógica, en lugar de optar por la respuesta racional aunque en un determinado momento de la historia todavía la ignore, el “homo religiosus” prefiera elegir la fábula, la mitología o la magia. Sobre todo para terminar negándola después.

Los misterios del aburrimiento

En el fondo aprecio cierta belleza en ese juego perverso que consiste en fabricar nuestros propios misterios y creer en ellos durante un tiempo para, finalmente, poder desentrañarlos a placer. En cierto sentido, incluso tiene un punto de comicidad. Nos montamos toda una película sobre, por ejemplo, seres superiores que dejan su impronta en nuestro planeta en forma de espirales en el desierto, para después desmontarla con severidad. Con lo fácil que es ser prudentes.

Seguimos aburridos confiando en que, antes o después, la ciencia lo explicará

Pero qué aburrido sería. Qué tedioso sería descubrir las líneas de Nazca, las piedras de Stonehenge o las esculturas Dogu y, en lugar de echar la imaginación a volar, detenerse y pensar “ignoro qué es esto y cuál es su origen, pero calma, seguro que existe una explicación racional”. Las posibilidades son dos: o fabricamos nuestros propios misterios para luego dedicar un montón de tiempo a demostrar que no son ciertos o seguimos aburridos confiando en que, antes o después, la ciencia lo explicará.

Cuando era niño, me encantaba ir a casa de mi tío a construir maquetas de ciudades en su salón con piezas desmontables. Nos pasábamos horas levantando casas, puentes y parques, y cuando habíamos terminado, recogíamos y nos marchábamos. Recuerdo que una vez mi madre le preguntó a mi tío cómo era posible que dedicase tanto tiempo a montar aquellas maquetas si al final las tenía que desmontar. “Ahí está la gracia”, contestó él. Me pregunto hasta qué punto ignora en realidad el gato que lo único que se va a encontrar cuando aparte las garras es una simple piedra. Y, en el fondo, qué más da.

Noticias relacionadas