Viajamos a 1953. Faltan escasos meses para que Pablo Picasso se vuelque en el estudio de Las mujeres de Argel. Encerrado en su apartamento parisino en pleno barrio de Saint Germain, el malagueño no sospecha que un encuentro esporádico durante un fin de semana en el sur de país está a punto de marcar la vida y obra de dos artistas. El primero, él mismo. El segundo, el fotógrafo Lucien Clergue, fallecido hace exactamente un año.

Pablo Picasso, en el exilio, aún guarda en su memoria el ruido y el color de las tardes con su padre en las corridas de toros, un recuerdo que le lleva a menudo a frecuentar el gentío de las plazas en el sur de Francia. Precisamente en este contexto, en Arlès, un Lucien Clergue de diecinueve años se armaría de valor en 1954 para mostrar al cubista algunas de sus fotografías, haciendo jugar a su favor el ambiente familiar de la salida de la plaza de toros de su ciudad natal. El joven se acerca al artista, de entonces 62 años, con tres o cuatro instantáneas. “Hay que seguir trabajando. Pero me gustaría ver otras”. Una respuesta corta, pero suficiente.

Con 19 años, Lucien Clergue se atrevió a enseñar su trabajo a Pablo Picasso.

Si ambos genios se absorbieron mutuamente o si su complicidad fue tal gracias a sus pasiones comunes, sigue siendo un misterio. Pero lo cierto es que en los primeros álbumes de Clergue, expuestos en la galería sudeste del Grand Palais de París, no pasan desapercibidos los paralelismos con el artista español, un influjo comprensible en tanto en cuanto el fotógrafo es presentado oficialmente como el protegido de Picasso.

Perderse entre los primeros trabajos de Clergue catapulta al espectador en un viaje a una infancia marcada por los estragos de la guerra. Acróbatas, gitanas, cementerios, carroña... Los negativos más íntimos y realistas del artista francés ven la luz por vez primera un año después de su muerte, estructuradas de tal modo que hilar cada acontecimiento de su vida resulta evidente a ojos del visitante. La conclusión no tarda en llegar. Lucien Clergue se hizo sombra a sí mismo.

Carroña, su pasaporte a Picasso

La vasta riqueza artística y la variedad temática de su obra demuestran que su talento con el desnudo femenino dejó en un segundo plano años de minuciosa observación de naturaleza muerta, un estudio que dio comienzo al descubrir, volviendo de la estación de tren, la belleza de la luz del día incrustada en la piel de una gallina sin vida. Comenzaba así su serie Carroña, en la que además de inmortalizar objetos abandonados a la muerte, también retrataba los rostros de la infancia de la posguerra.

Con este trabajo, que envió por carta a Pablo Picasso durante algo más de un año, el fotógrafo intentó convencer al genio de su talento. Ante la ausencia de respuesta, Clergue opta por el órdago y se presenta en el atelier que el español tiene en Cannes, dispuesto a recuperar sus fotografías. En lugar de los clichés, el francés encontró el apoyo y la amistad de Picasso, con los que contaría durante cerca de treinta años.

La poesía de su trabajo conquistaría al dramaturgo Jean Cocteau.

Pronto por mediación del artista cubista. Pero Clergue no vio en sus padrinos y admiradores el pasaporte a un éxito sin retorno, por lo que dejaría pasar varios años antes de abandonar la fábrica local para la que trabajaba, desoyendo (o al menos, filtrando) las buenas críticas hacia su obra, a la que se dedicaba de madrugada por falta de tiempo.

Vender a buen precio sus capturas de El testamento de Orfeo, película realizada por Cocteau en 1960, le permitió al fin rendirse a la evidencia y dedicar el resto de sus días a la fotografía, en todas sus representaciones. Cine, diseño textil, teatro, televisión... El arte pedía el ojo de Clergue.

La mujer, la muerte, el mar

La exposición del Grand Palais subraya la capacidad de Clergue a la hora de palpar el talento de sus maestros, entre los que encontramos al genio cubista, pero también al fotógrafo Edward Weston, y absorber sus enfoques. Este homenaje tampoco pasa por alto la pasión casi obsesiva del francés por el retrato de la muerte, que en sus negativos se apoderaba de luz y poesía.

El mar fue uno de los temas recurrentes de Clergue.

La desaparición de su madre a sus 18 años le empujó sin duda a reflexionar sobre el sentido de la vida. De hecho, en una de sus últimas entrevistas, a Paris Match, el francés confesaría que la escena de la gallina muerta al borde del río Ródano, en plena posguerra, marcaría para siempre su visión sobre el arte. “Veía la luz del sol encima de la muerte. Ahogada entre el agua y la arena, la gallina era otra, un camello en el desierto”. Escapar a la oscuridad de la muerte o introducir en ésta un halo de luz fue siempre posible con su objetivo.

Con el paso del tiempo, su fascinación siguió intacta. Más de diez años después de este descubrimiento y gozando de una gran popularidad, Clergue sigue fiel a sus comienzos con su cliché La raya hundida, uno de los expuestos en el homenaje que le rinde París.

El erotismo y las curvas del cuerpo femenino fueron característicos de sus fotografías.

Clergue jugó con la norma como lo hizo con las curvas del cuerpo humano. Así, la censura de los años cincuenta añadió, sin saberlo, erotismo a las fotografías más arriesgadas del artista. La prohibición de retratar el rostro de una mujer sin ropa llevó al francés a mantener los cuerpos desnudos sin desvelar la identidad de los mismos. El Grand Palais expone, entre otros, los clichés de la Camarga Nacida de la ola o Desnudo de la mar, una ocasión para perderse en la delicadeza con que Clergue convirtió su entorno en geometría viva.

La infancia rota por el hambre de la guerra, a través de sus retratos de gitanos que en vida no promocionó por miedo a ser considerado un reportero más, toman hoy el protagonismo que merecen en su obra, permitiendo una mejor comprensión de la influencia que su época tuvo en su fotografía.

Desde la transparencia del cuerpo femenino desnudo hasta la bestialidad que emana de un toro sin vida, pasando por el movimiento del mar, que encontramos en sus instantáneas más mediterráneas, como La Ola (1971). Todo cuanto le rodeó hasta su muerte, tanto miseria como erotismo, mereció la misma búsqueda de luz y belleza. Sus fotografías son inmortales, y se exponen en el Grand Palais de París hasta el 15 de febrero de 2016.

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