Maldito, moderno, dandi, blasfemo, satánico, romántico, alucinado, melancólico, perverso… Las etiquetas de más densa intensidad se amontonan para designar, no siempre con acierto, la personalidad y la obra del poeta y ensayista Charles Baudelaire (1821-1867), de cuyo nacimiento en París se cumplieron ayer doscientos años.

Una sola de sus obras, el poemario Las flores del mal (1857), obligado rito de paso de generaciones y generaciones de lectores y futuros poetas, ha bastado para tasar como incalculable su influencia, con un rastro caudaloso de biografías y estudios que se prolonga hasta el presente y más allá.

De Walter Benjamin a Jean-Paul Sartre, de César González-Ruano a Félix de Azúa, siguiendo por Roberto Calasso, infinidad de escritores han nutrido una bibliografía disponible para los interesados y para los incesantes imitadores del escritor francés.

Un tormentoso recorrido

Nacido en el centro de París, en un hogar tan burgués como desequilibrado por la avanzada edad de su padre sesentón -excura, aficionado a la pintura, administrador público, con un hijo de un matrimonio anterior- y por la juventud de su veinteañera madre, Caroline, la muerte prematura de su progenitor y el rápido matrimonio de la viuda con un severo militar -que llegaría a general y sería embajador de Francia en varios países, incluido España-, desestabilizó al pequeño Charles (de cinco años) y marcó su tormentoso recorrido vital. Cambios de domicilio y ciudad, internados, expulsiones del colegio…

Después de matricularse en Derecho para nada, tan díscolo, rebelde y perdido parecía a los ojos tradicionales de su madre y su padrastro que lo facturaron, a los veinte años, en un barco nada menos que a Calcuta, pero el poeta se negó a seguir el camino y se dio la vuelta, junto a Madagascar, en la isla La Reunión.

Baudelaire.

A su regreso, retomó su vida de bohemio y de cliente de prostíbulos -en uno de ellos, había conocido a la bizca Louchette, su primer amor y fuente de inspiración conocida- y reanudó e intensificó sus contactos con el mundillo literario.

Veamos lo que hace Baudelaire en tres años, hasta 1845, porque, de algún modo, representa el guion de su posterior y corta vida: alquila un pisito en la Isla de Francia antes de vivir en cuarenta domicilios más; escribe y publica poemas y artículos en prensa, y también un drama inconcluso; deja a un lado el vino, y se dedica a experimentar con el hachís y con el opio en el selecto “Club des Haschischins”, origen de su más que influente y transitado ensayo Los paraísos artificiales (1860); empieza a dilapidar con sus dispendios de dandi una herencia paterna y comienza a endeudarse, lo que motiva el bloqueo judicial de esa herencia a petición de su familia; se pesca una sífilis que irá arruinando su salud poco a poco; traba amistad con el eximio escritor Théophile Gautier, su principal gran valedor en los años siguientes y su primer pseudobiógrafo; conoce a la joven actricilla mulata y haitiana Jeanne Duval -su “Venus negra”, su “amante entre las amantes”-, su gran y borrascoso amor hasta el fin de sus días; se intenta suicidar y publica su primer libro, Salón de 1845. Páralo ahí.

Un gran crítico de arte

“El mejor crítico del siglo”, ha escrito Azúa. La aparición de Salón de 1845, y después de Salón de 1846, y más tarde de Salón de 1859, unidos a libros como El arte romántico (1852) y El pintor de la vida moderna (1863) hicieron de Baudelaire el gran crítico del arte del XIX. Y no sólo del XIX, y no sólo del arte moderno. Y no sólo crítico, sino impulsor mismo de la modernidad.

Retrato de Jeanne Duval, por Manet.

Amigo de los pintores Gustave Courbet (que lo retrató) y de Édouard Manet (que retrató a su amante, Jeanne Duval), la concepción estética de la pintura de Baudelaire no estuvo a favor de los realistas -y, ni mucho menos, de los academicistas o de los pintores históricos-, sino que abogó por una modernidad y una ruptura con la tradición que vio encarnada, sobre todo, en otro amigo suyo, Eugène Delacroix.

Delacroix fue un romántico. Pero es que, se mire por donde se mire, la modernidad poética y artística que Baudelaire cultivó y propuso -y que también tendió un puente hacia el simbolismo y el decadentismo- tomó pie en los arrebatos románticos para tomar su nuevos rumbos.

Eso es perfectamente coherente con su admiración hacia otros dos grandes románticos. En literatura, Edgar Allan Poe -con notables paralelismos en su vida y en su obra-, de quien tradujo al francés varios de sus principales libros. Y en música, Richard Wagner, a quien estudió en un ensayo y a quien escribió una carta con rendida devoción tras escuchar Tannhäuser y otras composiciones suyas en París.

Contrastes y contradicciones

Baudelaire participó de forma entusiasta en las barricadas parisinas de la revolución de 1848, cuando mantuvo brevísimamente posiciones socialistas. Pero el pensamiento político de Baudelaire estuvo plagado de contrastes y contradicciones -con sitio para el aristocratismo y el elitismo- como también lo estuvieron su pensamiento y sus sentimientos religiosos: frente a lo que hagan creer un repaso y una lectura superficiales tanto de su vida como de Las flores del mal, fue la religión católica la que alimentó (en negativo) su biografía y su poesía.

El consenso final alcanzado por los especialistas es que toda la presunta atracción de Baudelaire por lo diabólico, por lo maligno o por lo carnal no se dio en un grado de exaltación positiva, ni mucho menos, sino como reflejo de una desesperanzada imposibilidad de cumplir con la espiritual atracción opuesta: lo angélico, el bien y la virtud. Del mismo modo, pareció encontrar el placer en el dolor o la belleza en la fealdad. La blasfemia como declaración de fe y afirmación de Dios. 

Ha de tenerse en cuenta esto al abordar la lectura de Las flores del mal, publicado en 1857, el importante año de la muerte de su padrastro y de la marcha de su madre -en la que tantas veces se refugió y que tantas veces le socorrió con dinero- a vivir al quinto pino, a la localidad atlántica, normanda y costera de Honfleur.

Retrato de Apollonie Sabatier de Vincent Vidal.

Hay quien ha visto en la madre, no me acuerdo si González-Ruano o el atrabiliario Camille Mauclair -vale la pena leer su tremendista y enfermiza Vida amorosa de Charles Baudelaire-, el objeto de un inaccesible deseo edípico que el poeta saldaba en los contratipos que buscaba en los burdeles.

En ese decisivo 1857, ocurrió algo de lo más chusco. Baudelaire llevaba catorce años pirrado por una bella y culta cortesana y salonière llamada Apollonie Sabatier, una de sus musas inspiradoras, su “Venus blanca”. Le mandaba constantemente cartitas y poemas, pero su relación seguía siendo platónica.

En agosto de ese año, madame Sabatier le dijo sí y se acostaron. No sabemos qué pasó esa noche, pero sí sabemos que, inmediatamente, Baudelaire envió una encendida misiva a Apollonie en la que le decía que todo había terminado entre ellos. González-Ruano, tan oscuro como el poeta, la transcribe entera en su muy documentada y rimbombante biografía: “Tengo horror a la pasión, porque la conozco con toda su ignominia”. Hay que entenderlo.

Ante los tribunales de justicia

Spleen de París (1869) fue la póstuma publicación recopilatoria de unos cincuenta poemas en prosa, que más bien son una especie de dietario de tono poético que ha inspirado a muchos baudelairianos letraheridos, cronistas urbanos y de sí mismos. Spleen: melancolía, tristeza, tedio. Ahí está Francisco Umbral, que tituló Spleen de Madrid un libro, primero, y luego sus columnas diarias en El País. El secuestro del poemario, un juicio, una multa de 300 francos de entonces y la censura de seis poemas fueron el balance escandaloso de la aparición de los 1.300 ejemplares, a tres francos, de Las flores del mal, luego reeditado dos veces, con cambios, bajo directrices del poeta.

Baudelaire dedica a su “maestro y amigo” Théophile Gautier, “estas flores malsanas”, agrupadas en seis partes desde la segunda edición, con un número variable de poemas que se sitúa en torno a las 160 piezas.

Los sonetos y los versos alejandrinos, siempre con hechuras renovadas, son mayoritarios en un libro cuyas imágenes, metáforas, asociaciones y combinaciones de palabras cultas y coloquiales deja ya atrás el Romanticismo. En un combate constante entre el vicio y la virtud, entre el cuerpo y el espíritu, entre la elevación y la caída, entre Dios y el Demonio, entre el Bien y el Mal, las mujeres, los sueños, la sangre, los gatos, las serpientes y otros animales, la ciudad, las sugestiones de los sentidos, el vino, los perfumes y la muerte son algunas de las constantes temáticas del poemario.

Sin Las flores del mal no se entiende la poesía de Arthur Rimbaud, de Paul Verlaine, de Stéphane Mallarmé y de los modernistas. Es la llave que abre la puerta a la poesía de todo un siglo, de manera que la Academia Francesa no estuvo por el ingreso del poeta, claro.

Un final desolador

Arruinado, subvencionado por el Estado para sobrevivir, perseguido por los acreedores, fracasado en su intento fallido de remontar su situación económica con unas conferencias en Bélgica a las que no va casi nadie, con Jeanne Duval internada y hemipléjica, la pertinaz labor de la sífilis le trae vértigos, neuralgias y finalmente un desmayo que anuncia el final. Hemipléjico y mudo durante un año, Baudelaire, bajo los auspicios de su madre, se somete, tras su paso por una clínica de monjas que mandan exorcizar su habitación, a duros tratamientos de duchas y otras diabluras en un sanatorio de agresivas terapias. Nada que hacer. Su cuerpo es una piltrafa.

Tras una prolongada agonía, muere el 31 de agosto de 1867 y es enterrado en el cementerio de Montparnasse, para desgracia suya en la tumba de su padrastro, a la espera de la llegada, cuatro años después, del cuerpo de su madre. “Rogad por ellos”, se lee en la lápida.

Es la madre, con el resto de su menguada familia, quien organiza un funeral en la iglesia parisina de Saint-Honoré y quien publica una esquela que asegura que Charles Baudelaire murió “confortado con los Sacramentos de la Iglesia”.