Te vas a reír, pero el sábado, en la cola de acceso al Jardín Botánico de Madrid, detrás de mí, hacia las doce del mediodía, había tres franceses, dos chicas y un chico, educados, modosos y en perfecto estado de revista, como diría mi padre...

Cualquier estación es buena para visitar sin prisas -no una, sino muchas veces- el Jardín Botánico. En sus ocho hectáreas, las más de cinco mil especies de plantas, ofrecen en cualquier tiempo, desde la melancolía apagada hasta el más vitalista colorido, impresiones que dejan huella en las retinas y en el ánimo del paseante.

El Jardín Botánico.

Este cálido arranque de la primavera, entre calimoso y lluvioso, trae ya, sobre todo, el esplendor de las plantas ornamentales. Y, en el Pabellón Villanueva, una exposición excelente: La sal, de la pintora y escultora andaluza Carmen Laffón (Sevilla, 1934), Premio Nacional de Artes Plásticas en 1982.

Silencio, luz y aire

Amiga y colega de Fernando Zóbel, Gerardo Rueda y tantos otros, “conquenses” o no, desde sus tiempos de las galerías Biosca (su primera individual) y Juana Mordó (su gran mentora), Laffón ingresó en enero del 2000 en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con un precioso discurso -podemos leerlo- titulado Visión de un paisaje, que fue contestado por su también buen amigo, el pintor Gustavo Torner

En ese discurso de hace más de veinte años ya figuraban abundantes referencias al río Guadalquivir, a Doñana y a Sanlúcar de Barrameda. Justamente ahí, en la zona marismeña de Bonanza, a un paso de su casa de La Jara, se encuentran las salinas que son el asunto único de su exposición.

Las montañas de sal, las eras, los muros de tierra, los canales de agua, los cielos cambiantes y sus nubes, están separados por una raya tenue muchas veces, por una línea del horizonte que divide los cuadros, de gran formato algunos, en dos. La temática está serializada, como tan a menudo en Laffón, y exige de una contemplación detenida para disfrutar de las variaciones que se dan en un conjunto a primera vista monótono.

Uno de los cuadros de Carmen Laffon en la serie La sal.

Es preciso ir descubriendo las diferencias y matices en unos contenidos y formas que tienden -en sus líneas, manchas y volúmenes- a la abstracción y que parecen ofrecer una superficie plana aunque están llenos de rugosidades y pequeñas acumulaciones matéricas en su rica textura. El blanco, el gris, el azul y los colores terrosos conforman la paleta de la artista, con concurrencias escuetas del verde oscurecido de los escasos vegetales.

En aquel discurso del 2000, Laffón hablaba del valor de lo menor, del paisaje sin adornos y del “goce del silencio, de la luz y del aire”. El silencio, la luz y el aire, precisamente, son elementos esenciales en La sal, exposición comisariada por Javier Hontorio y Juan Antonio Álvarez Reyes y coproducida por el Museo Patio Herreriano de Valladolid y el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC), donde ya se ha exhibido.

En la cercana galería Leandro Navarro, en la calle Amor de Dios, se puede completar la visión de La sal con 35 piezas realizadas por Carmen Laffón durante el confinamiento. Es una pintura que invita a la relajación y al pensamiento, a un examen que puede aportar al espectador -según también lo que lleve dentro- paz o, quién sabe, desolación.

Tienda, bar y terraza

Entre las dos alargadas salas de exposición del Pabellón Villanueva, están el bar y la tienda en el mismo espacio, donde es inevitable detenerse para curiosear, comprar o reponer fuerzas.

Ropa, accesorios, perfumería, decoración, joyería, cocina…Todos los artículos recogen o se ilustran con motivos botánicos. Todos entran bien por los ojos por su buen gusto, pero, en general, tienen precios que hacen dudar al bolsillo. También se venden cuadernos y láminas enmarcadas o por enmarcar. Y postales alusivas al Jardín y a la exposición que, en tamaño convencional, y como en otros centros de arte de Madrid, parecen tener consensuado su precio en un euro.

Igualmente se venden libros, menos de los que uno desearía encontrar. Las tiendas de los museos y similares cada vez ofertan menos libros y más objetos que estimulan el deseo caprichoso y el regalo. Entre los libros del Botánico, destacaba el culto consabido, razonable y tan de moda a Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau. ¡Todos a la cabaña del bosque! Como Beatriz Montañez, cuyo Nadiela (errata naturae) ya había llegado a la primera fila de novedades sin perder un segundo. También ví ese libro imprescindible y gozoso que es Jardinosofía, del antropólogo, filósofo y jardinero Santiago Beruete, que acaba de sacar, en Turner de nuevo y dándole una vuelta al tema de la naturaleza y el cultivo, Aprendívoros.

El Jardín Botánico.

En el exterior del pabellón, hay una agradabilísima terraza, cuyo servicio, por falta de personal, se atiende a ritmo entre mexicano y portugués. El sábado ofrecía, al relativamente módico precio de 15 euros, un menú consistente en caldo, media empanada y ensalada cantábrica o quiche del día, más una bebida caliente. Pero yo me fui a comer callos a la terraza del Gijón.

Deuda con Carlos III

Para ello, dejé atrás el Pabellón Villanueva y, desde la terraza del Plano de la Flor fui descendiendo sin mucho miramiento, atravesando a buen paso la terraza de las Escuelas Botánicas, hacia la terraza de los Cuadros, donde estaba mi segundo objetivo de la mañana. El Jardín Botánico tiene cuatro terrazas escalonadas, como habrá observado el visitante atento, y la cuarta -en alto, tras el Pabellón Villanueva, contiene la colección de bonsáis legada por Felipe González.

Crucé sin detenerme la glorieta dedicada al pionero botánico sueco Carlos Linneo, cuyo busto -al que saludé con una reverencia pandémica- está en el centro de un delicioso estanque. Luego, sorprendí por la espalda a la estatua de Carlos III, y confieso que ahí estuve a punto de postrarme de rodillas si no fuera porque me parecía excesivo y sobrevenido ese fervor monárquico.

Estatua de Carlos III.

Ahora bien, es a Carlos III a quien le debemos –“¿qué le debemos nosotros a los romanos?”- el Jardín Botánico, construido en 1781 gracias a la conjunción de talentos movilizados por el monarca, mayormente los arquitectos Francisco Sabatini y Juan de Villanueva y el botánico, médico y farmacéutico Casimiro Gómez Ortega, una eminencia, quien concibió científicamente el lugar y dirigió algunas de las expediciones que trajeron de Hispanoamérica y Filipinas muchas de las especies singulares y excepcionales que pueblan el Jardín.

Bueno, a Carlos III, sin salirnos del barrio demasiado, le debemos el edificio del Museo del Prado -él lo mandó edificar para otro fin-, el Real Observatorio de Madrid, la Puerta de Alcalá, las fuentes de Neptuno y Cibeles y, en fin, el Hospital de San Carlos, sede del Museo Reina Sofía. ¡Ay, la Ilustración, con qué poco entusiasmo la vivimos los madrileños y los españoles y, siglos después, no parece que el entusiasmo sea mucho mayor!

Narcisos, tulipanes y camelias

Tarareando la canción de Radio Futura, recorrí sin pausa la mitad del paseo de las estatuas -que lleva el nombre del sabio Gómez Ortega- y llegué -como la rosaleda no está todavía en su momento- ante el concurrido y fotografiado espectáculo de las ornamentales.

Los tulipanes en el Botánico.

Amigo, palabras mayores, ahí ya están, dándolo todo, los narcisos y, en su apogeo, los tulipanes rojos, blancos y amarillos. ¡Digno de verse! Las peonías estaban a punto de caramelo. Y los árboles del Amor, cuyas flores, dicho sea de paso, se pueden comer en ensalada y son muy buenas para el catarro, lucían, como en otras partes de Madrid, rutilantes.

Los próximos días de este abril son cruciales para disfrutar de las flores del Jardín Botánico. Estuve observando uno de los muchas fuentecillas -redondas, sin chorrito, pero con agua- hasta que pude acercarme a las camelias, concretamente a la frondosa Camellia Dr. Clifford Parks, cuya visita estaba muy solicitada por damas y caballeros, aunque ninguno nos parecíamos, respectivamente, ni a Greta Garbo ni a Robert Taylor.

Y, como ya estaba muy cerca de la salida, cogí la puerta y salí a la también ajardinada Plaza de Murillo. Los callos, muy ricos.