La chica texana tenía 28 años, había pasado una infancia y juventud perras, sus depresiones ya la habían tumbado en el diván del psicoanalista, las dudas sobre su identidad sexual la atormentaban, no tenía un centavo, no era aceptada en las revistas donde quería escribir, había publicado, sí, su primera novela, pero era una completa desconocida que intentaba sacar la cabeza en la selva de Nueva York…

Y de pronto, zas, Alfred Hitchcock, el director más famoso del mundo, compró con un empeño muy personal su novela de debutante, Extraños en un tren (1950), para llevarla a la pantalla. El éxito de la película sacó del anonimato a Patricia Highsmith y situó para siempre sus psicopáticas, turbias y existenciales novelas de crímenes y suspense bajo la lupa y en el trampolín del cine, bajo el foco de atención de millones de espectadores y lectores.

La benéfica jugada no tardó en repetirse. El cineasta francés René Clement se interesó por The Talented Mr. Ripley (1955), la cuarta de las veintidós novelas que Highsmith llegó a escribir, y la adaptó al cine con el título de A pleno sol (1960), por el que luego sería siempre conocida. En su muy recomendable libro Suspense (Anagrama) sobre cómo se escribe una novela de intriga, Highsmith dice que “ningún otro libro me ha resultado más fácil de escribir y a menudo tenía la sensación de que Ripley lo estaba escribiendo y que lo único que hacía yo era pasarlo a máquina”.

Ciclo de cinco novelas

Con el atractivo y peligroso rostro de un veinteañero Alain Delon, el cine daba carta de naturaleza popular a la Ripliad -como épicamente la llamaría después la misma Highsmith-, el ciclo de cinco novelas que, de forma espaciada, la escritora fue publicando entre 1955 y 1991, la última sólo cuatro años antes de su muerte en Suiza, su definitivo país europeo de acogida, después de Inglaterra y Francia, tras abandonar Estados Unidos echando pestes en 1963.

Fotograma de Alain Delon.

Podemos darnos el gusto de leer juntas y seguidas las cinco novelas de Tom Ripley en un espectacular volumen, de tapa dura y 1.274 páginas, editado por Anagrama. Ahí están -indiferentes a sus títulos originales en inglés- A pleno sol, La máscara de Ripley, El amigo americano, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro.

Después de Delon, fueron Dennis Hopper, Matt Damon, John Malkovich y un olvidado y olvidable Barry Pepper quienes pusieron cara y sombra a Tom Ripley en cuatro películas más dirigidas, respectivamente, por Wim Wenders (1977), Anthony Minghella (1999), Liliana Cavani (2002) y Roger Spottiswoode (2015), las dos últimas perfectamente prescindibles y ninguna de ellas basada en las dos entregas finales del personaje.

Patricia Highsmith.

Los aficionados a las series y a Highsmith estarán contentos de saber, supongo, que el año que viene, a más tardar, se estrenará una temporada de ocho capítulos de una serie sobre el primer Ripley, que ha escrito y dirige nada menos que Steven Zaillian, el oscarizado guionista de La lista de Schindler.

En total, son unos once, si no me equivoco, los relatos de Patricia Highsmith adaptados al cine -y a la radio, y al teatro, y a la televisión-, algunos varias veces, como es el caso de El grito de la lechuza (1962) – o del búho, va en traducciones-, con el que Claude Chabrol hizo una sólo pasable película y que, aunque sorprenda, fue una de las pocas novelas de la escritora que se editaron en España (Noguer) antes del boom cinematográfico de El amigo americano.

Personalidad tortuosa

El seductor, diletante, cultivado, encantador de serpientes, mentiroso, ambicioso, suplantador, sociópata, ambiguo e inmoral falsificador y asesino norteamericano Tom Ripley -surgido de la imaginación y de los miles y miles de cigarrillos y de güisquis consumidos en su soledad gatuna por Patricia Highsmith-, algo debía a la retorcida y tortuosa personalidad de la escritora.

La biografía de Joan Schenkar, publicada por Circe, indaga sobradamente en la ambivalente y ambigua, compleja en definitiva, psicología de Highsmith -que trasladó a sus novelas, muy especialmente a Tom Ripley-, marcada por el divorcio de sus padres días antes de que ella naciera, la figura de su odiada/amada madre, la irrupción de su padrastro y la tutela de su abuela.

Un conflictivo lesbianismo

Dicho por ella, su conflictivo lesbianismo determinó su existencia: le gustaban los hombres y su compañía amistosa, pero le repugnaba el sexo con ellos. Prefería acostarse con mujeres, pero acababa detestándolas fuera de la cama hasta el punto de llegar a vapulear a varias de sus novias y amantes con comentarios homófobos. Metida en un laberinto, desarrolló peculiares formas de misantropía y misoginia que reforzaron un carácter difícil e imposible de sobrellevar para sus más allegados.

Si en Extraños en un tren, A pleno sol o El amigo americano dota de cierta soterrada ambigüedad, de una pátina de criptohomosexualidad y, en suma, de fisuras en su identidad -uno de sus grandes temas- a sus protagonistas masculinos, sólo una vez trató a fondo las relaciones lésbicas.

Fotograma de El amigo americano.

Fue en su segunda novela, El precio de la sal (1952), por completo ajena a su cultivo habitual del thriller, que publicó bajo el pseudónimo de Claire Morgan y sólo firmada con su nombre y titulada Carol a partir de los años 80. Basada en un episodio autobiográfico -su relación, cuando era una joven dependienta, con una bella mujer casada y en trance de divorcio-, con Carol -y con Cate Blanchett y Rooney Mara- hizo Todd Haynes una excelente película que, como la novela, sugería algo insólito en la literatura de la pesimista Highsmith: un final feliz.

Nacida como Mary Patricia Plangman, el 19 de enero de 1921, en Fort Worth (Texas), se acaba de cumplir, pues, el centenario de esta “poeta de la sospecha”, como la llamó su admirado valedor Graham Greene, quien tuvo a bien prologar Once (1970), la primera de sus nueve colecciones de cuentos, casi todas ellas, como la mayoría de sus novelas, editadas por Anagrama. El primer padrino de Highsmith, dicho sea de paso, fue un recién consagrado Truman Capote, cuya vida personal tuvo varios rasgos coincidentes con la de la escritora. Capote facilitó su residencia becada en la comunidad de artistas de Yaddo (Saratoga), que ella empleó decisivamente para escribir Extraños en un tren.

El alemán Win Wenders

Para celebrar la efeméride, decidí volver a ver, después de muchos años, El amigo americano, disponible en Filmin, al igual que la estupenda A pleno sol. La película del alemán Wim Wenders conserva -incluso acrecentada- toda su brillantez y su hondura y, desde luego, recoge, dimensiona y potencia -con bastantes cambios, eso sí- todos los valores y los temas de la novela de Highsmith.

Sabemos que Wenders tuvo acceso al manuscrito de Ripley’s Game, la tercera salida de Tom Ripley, antes de que la novela se publicara. Sabemos, contadas por Wenders, más cosas: que a la escritora no le gustó la película la primera vez que la vio, como antes no le había gustado la elección del actor y director Dennis Hopper -con su sombrero de “cow-boy” incluido- como protagonista. Wenders, consternado, aguantó el tirón y se sintió muy aliviado cuando Highsmith, después de verla por segunda vez, le escribió para decirle que, ahora sí, le había gustado mucho.

Fotograma de El amigo americano.

Fue Dennis Hopper quien propuso el título de El amigo americano -con el que ya la novela se viene reeditando- y, en efecto, la película cuenta en su centro una muy sensible y hasta emotiva historia de amistad, la del desajustado estafador yanqui Tom Ripley y el introspectivo enmarcador de cuadros de Hamburgo, Jonathan Zimmerman (Bruno Ganz), felizmente casado, padre de un niño y acechado por una grave enfermedad de posible y próximo desenlace mortal.

El inicio de esa peligrosa amistad pone al artesano en el trance de asesinar por encargo en París a un gángster a quien no conoce de nada, encargo que acepta bajo la promesa de que un médico francés podrá revisar el estado de su enfermedad y, sobre todo, por el dinero que, en pago de su acción, recibirá y podrá dejar a su familia en caso de que fallezca pronto.

El Escarabajo Volkswagen

Secundado por seis escogidos cineastas amigos en papeles secundarios (Ray, Fuller, Lilienthal, Eustache, Blain y Schmid), con un pie en la cultura americana y el otro en la europea, con un ojo en la cotidianidad familiar, afectiva, laboral y urbana de Jonathan y el otro en los azarosos requisitos propios del cine criminal, Wenders redondeó una película espléndida, tan propia entonces de su tiempo y de sus signos como hoy atemporal, atenta siempre a los ingredientes psicológicos y a la mirada demorada de la narrativa de Highsmith, incrementando su sentido de la angustia existencial con la consideración del vacío de la enfermedad y la muerte, y, a la vez, creando con la fotografía y sus suntuosos movimientos de cámara una bellísima y dramática estética, en la que un fuerte cromatismo no contradice su oscuridad moral y trágica.

Para que no falte de nada, Wenders creó dos secuencias de magistral espectáculo, visual y de tensión, correspondientes a los dos asesinatos -al primero le sigue otro- perpetrados por Jonathan: la secuencia del metro de París -nueve minutos sin música ni diálogos, sólo ruidos de ambiente- y la accidentada secuencia del tren de Munich. Ah, ¡y nunca hemos tenido tantas ganas, como viendo El amigo americano, de poseer un colorido Escarabajo Volkswagen!