Pitita. Pi-ti-ta, la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Bien se merecía la aristócrata pop convertirse en pasaje de Nabokov, pero fue Umbral quien la hizo personaje literario, hembra excéntrica con cardado, leyenda divina hermanada con Warhol y Fellini. Era imponente, Pitita, con sus ojos de águila en extinción, con su nariz poderosa, con su gesto de gran dama cargada de alegrías y rarezas. Ella decía que le daba escalofríos “pensar en lo santa que es la Virgen”, le irritaba la injusticia del mundo “con la pobreza” y se encendía pitillos para pensar mejor.

El autor de Mortal y rosa quedó prendado, ya de lejos, de esta mujer atípica, una conversadora igual de exquisita e integrada cuando se codeaba con la alta sociedad que cuando se reunía con Rappel o Marujita Díaz. Quedaron una noche para cenar, Umbral y Pitita, mediante un amigo común, “para que él tuviera una opinión más auténtica sobre mí”, como contaba ella. Cuando la señora subía a la casa de los anfitriones, se encontró en el ascensor un pendiente largo de brillantes y lo recogió. Entró con él en el hogar y Umbral la saludó diciendo: “Bueno, Pitita, ¿qué pasa, que necesitas tres pendientes en lugar de dos?”. Al final resultó que la joyita era de una dama que también acudía a la cena. Desde ese momento se hicieron muy amigos. Incluso le perdonó que una vez la llamase "señorita Rottenmaier". 

Él la definía como “nuestra mujer más internacional, nuestra madrileña más nacional”: “Su casa, la casa que se compró hace pocos años en la calle de Fomento, se ha convertido en metáfora de España misma y su Transición (…) Esperanza Ridruejo, Pitita para la prensa del corazón y para mi corazón prensado, compró la casa para restaurarla, y entró en ella como han entrado en España la Monarquía, la democracia, la reforma, Suárez, la Transición. Nuestra Pitita transicional creyó que todo era fácil y que no había sino que instalar una nueva racionalidad, una nueva realidad en los salones que el tiempo, la muerte y el arpa becqueriana habían dejado vacíos”, escribía, en 1980. Él creía que a Pitita siempre le pasaban “cosas muy españolas”, como “que la estafe un falso noble o que le devuelvan unas joyas perdidas en el honrado pueblo”, y pensaba en ella como “la derecha dialogante que viene a salvar la tradición y los estucados”.

Pitita y su imposición de manos

Un año antes de esa columna, contaba cómo recibía sus visitas después de los veranos en Marbella en compañía de Margarita de Inglaterra. Se sentaba junto a él y le decía: “Paco, que he levitado”. Umbral respondía: “Pues qué bien. Yo tengo faringitis”. Pitita explicaba que había estado en Londres haciendo ejercicios con veinticuatro mujeres, y que de esas habían levitado veintitrés. “Las otras dos serían un poco cachondas, Pitita. Las cachondas no levitan, o levitan de otra forma”, alegaba el escritor. Y ya se lanzaba a crear: “Esto de levitar no lo había conseguido la mujer española desde santa Teresa. Ni siquiera las más iluminadas mujeres de Sección Femenina, tan teresianas e isabelinas, llegaron nunca a levitar, o al menos no consta”.

Umbral y Pitita, juntos en una cena. Gtres.

 

Más: “No es que yo dude de la levitación de Pitita. Estoy seguro de ella, creo ciegamente, pero dentro de mi ceguera pienso que hay toda una clase social (que tiene en Pitita símbolo y perfil injustamente manejados) que levita todo el año de fiesta en fiesta, de Consejo en Consejo de Administración, que levita de frontera en frontera y de España a Suiza”, golpeaba Umbral.

Pitita, el Señor de los Anillos

También se flipaba el genio cuando la aristócrata le contaba que andaba quitando reúmas, paralís, algias, bocios, cosas. “Pitita ya va muy adelantada para convertirse en el Señor de los Anillos. Ha aprendido curanderismo y medicina milenaria en Filipinas (…) Hasta a mí va a quitarme la faringitis. ‘A ti lo que te falta es fe, Paco’”, le regañaba ella. Lo escribió hasta Carmen Rigalt en Diez Minutos: “Pitita sólo se mueve de Marbella y toma el superjet para venir a quitarle la faringitis a Umbral”.

Él continuaba: “Anoche, Pitita ha estado en casa con otros amigos y, mientras me cuenta sus curaciones (bocios, paralís, bultos, y siempre a los humildes, claro, pues ya dijo alguien que la Virgen nunca se aparece a gente solvente, sino a pastorcillos), mientras Pitita cuenta y no acaba, digo, decía, yo voy elevando mentalmente la anécdota a categoría, que es lo de uno, y pienso que esta democracia transicional o transición democrática ya tiene su mujer mágica, su santa laica, su virgen y mártir del martirologio snob”. Pi-ti-ta. En la misma columna, Umbral pidió para ella el Nobel de la Paz. Para él, Esperanza era la mujer-fetiche, el oráculo mudo que necesitaba aquel régimen político de los ochenta.

“El curanderismo piadoso es una abnegada flor tercermundista que crece allí donde la justicia y los servicios del Estado no funcionan. Adonde se terminan las insuficientes camas de La Paz, comienza la imposición de manos (…) Suárez, sin saberlo, ha encontrado en Pitita milagrosa el eterno milagro femenino que da caridad por justicia, piedad por información”. En Pitita, hacia la noche, Umbral contaba que los últimos milagros de su amiga consistían “en que se sienta a la mesa de un restaurante, por ejemplo, y consigue, mediante la concentración, que vayan viniendo hacia ella las personas que allí están o por allí pasan: un francés, una señora sola, un cojo, un homosexual, un niño”.

La reina piadosa de la Joy Eslava

Décadas después, en 2005, seguía pensando en esa hembra cerebral y deliciosa, a la que calificaba como “intelectual, mariana, señorita de Soria y vecina en Londres de Isabel II”, una chica de esas “a las que le quedan bien las amistades nada peligrosas”, una “reina piadosa y nocturna de la Joy Eslava”. “Pitita es un mito social y temporal que se inventa a sí misma, como los dandis, como Tórtola Valencia, como Oscar Wilde. A mí me interesó este proceso de autodescubrimiento que ella mejoraba día tras día, no sé si muy consciente del poder personal y místico que estaba adquiriendo”, sostenía.

“Todo artista, además de su obra, tiende a crear su sombra, su imagen, su artificio. Pitita, que no aspira a ser artista de nada, ha trabajado en la más pura soledad de su imagen, creando un culto personal, interior y atrozmente exterior y nocturno, que es lo que hace interesante al personaje”. Ahí celebraba, su amigo, la publicación de una biografía que a él le hubiese gustado escribir. Pero ella, otra vez, volvió a adelantarse a los hechos. Hoy descansa en paz.