La Mona Lisa es la mujer más seductora de la historia: sin ser exactamente bella, sin estar en absoluto sana. Hay algo magnético en su gesto sencillo, en sus ojos enigmáticos y en su forma de torcer la boca con una media sonrisa cargada de secretos. En sus rasgos empiezan todas las novelas. Es uno de esos personajes empapados de símbolos que valen más por lo que callan -por lo que siempre han callado- que por lo que dicen.

De ella dicen que padecía alopecia universal, temblor de tipo parkinsoniano, sífilis, sordera, síndrome de Gilles de la Tourette, parálisis de Bell, hipotiroidismo y un largo etcétera. Hasta el colesterol disparado. De ella cuentan que estaba embarazada o que acababa de dar a luz -así lo establecieron un grupo de investigadores canadienses al descubrir un pequeño velo que solían llevar las mujeres encinta-. De ella relatan que le fueron borradas las cejas, que era feliz en un 83%, que era sólo una versión femenina del propio Da Vinci.

Pero hay algo más: un boceto de esta misma mujer de los mil cuentos donde pueden vérsele los senos. Un ‘top-less’ de la Mona Lisa que ha desconcertado a los expertos durante décadas. Durante mucho tiempo se pensó que este dibujo al carbón del siglo XVI era obra de los estudiantes del artista. Sin embargo, hoy, tras cientos de estudios, tienden a pensar que fue producido en gran parte, si no entero, por el propio maestro del Renacimiento.

La Monna Vanna.

Los expertos en el Louvre han sometido al dibujo a unas pruebas que detallan que su busto y sus manos son demasiado similares a las de la Mona Lisa. El análisis también ha revelado que gran parte del trabajo fue realizado por un artista zurdo, subrayando así la teoría de que Da Vinci lo firmó. La obra, conocida como Monna Vanna, luce el efecto de esfumato, una técnica que solía usar Leonardo y que consiste en involucrar en la pieza colores difuminados para generar un ambiente espectral, fantasmagórico. 

La obra se encuentra en el museo Condé en Chantilly, al norte de Francia, y pertenecía al duque D’Aumale, el hijo del último rey de Francia, Louis-Philippe, quien lo adquirió en 1862. El duque pensaba que era una obra original de Leonardo y muchos eruditos del siglo XIX se mostraron de acuerdo, pero otros, más adelante, comenzaron a señalar que era un trabajo de sus alumnos.

Las reivindicaciones de que la obra es de Leonardo volvieron a aparecer en 2017, pero finalmente la fuerza del argumento decayó al descubrirse también que un artista diestro se habría encargado de parte de las líneas paralelas o de eclosión. Ahora el nuevo análisis cuenta que estos trazos pudieron haberse agregado más tarde.