Pablo Iglesias, inventor de un autobús similar al de Hazte Oír. Efe

Si la intensa promoción del concepto de “trama” es un disco tributo de Podemos a sí mismo -en el que reversiona su gran éxito (“la casta”)-, el “trama bus” no es más que el vehículo en el que la joven formación sale de gira para publicitar este homenaje a quienes fueron y a quienes querrían seguir siendo.

Por muchas críticas que reciba el bus (críticas externas, pero internas también), no parece que constituya una representación demasiado errada de lo que fue el Podemos más relevante: un grupo de ex jóvenes rebeldes que recorre las calles señalando a los malos con la intención de identificarse con los “buenos” y ganar la confianza de los votantes.

Nada de lo denunciado por el bus es novedoso. Casi todos los “malvados” caricaturizados han sido investigados y condenados por la Justicia. No se trata de descubrir nada a la ciudadanía, sino más bien de recordárselo. De recordar quiénes (todavía) son los malos y, sobre todo, quiénes (todavía) serán los buenos.

Cortina de humo

La pregunta, en todo caso, es por qué Podemos con tan poco tiempo de vida y con tantas nuevas canciones importantes por escribir (acciones contra la desigualdad, políticas fiscales y de empleo, relación con la UE y gestión de la deuda, refugiados, modelo territorial, y tanto más…) necesita ya un disco tributo, un revival, una reafirmación identitaria sin propuesta política efectiva alguna.

¿No es la derecha la que con perfidia propone batallas culturales, puramente identitarias, como cortina de humo para no hacer nada de lo que necesita urgentemente “la gente”?

Quizás esta tendencia a culturalizar los debates políticos convirtiéndolos en performances no sea propia ni de izquierda ni de derecha, ni de partidos viejos ni de partidos nuevos, sino una condición de la política contemporánea en su parálisis congénita más allá de todo lo que sea meramente simbólico.

Acción testimonial

Rafael Sánchez Ferlosio, describía en 1993, en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, un fenómeno particular al que denominaba “acción testimonial”: “La comunicación ha alcanzado tal volumen y tanta prepotencia, que la noticia pesa muchísimo más que lo notificado. Las noticias son más hechos, hacen u ocurren mucho más que los hechos mismos de los que dan cuenta. Por eso, a espaldas de la noticia que hace, se ha desarrollado, como por contrapunto, la acción que dice. La acción que sólo dice, o sólo quiere decir, la que se llama “acción testimonial”, no pocas veces cruenta, es el reverso monstruoso de la no menor prepotencia de la noticia que hace”.

Dejando a un lado la calificación de cruento o monstruoso, ante fenómenos como “la guerra de los autobuses”, no parece descabellado sostener que la acción política hoy en día es, fundamentalmente, “acción testimonial”, acción que “sólo dice”, o que “sólo quiere decir”.

Está claro que la sustancia de la acción política en democracia es el discurso, que la herramienta fundamental para intervenir en la realidad en tiempos de paz es siempre la palabra, algún modo de decir. Pero lo que señala Ferlosio es una brutal carencia de estas acciones comunicativas: son acciones que realmente no “hacen” (ni pretenden hacer) nada más que decir.

Gesto identitario

Y ¿qué es lo que “sólo dicen” acciones testimoniales como la gira del “tramabus”? Creo que en la respuesta a esta pregunta está una de las claves de la política contemporánea. Estas acciones sólo dicen “quién es” el que las efectúa. Reconstruyen y afirman su identidad y nada más que su identidad.

Si la acción testimonial es la acción que sólo dice, la política contemporánea está hecha de un tipo particular de acción testimonial que sería la acción que solo dice (recuerda) quién soy: ese intrépido joven con coleta, que recorre las calles señalando a los malos para que la gente los vea. Y estar en política puede no consistir más que en eso, en recordar una y otra vez quién era, quién soy. Puro gesto identitario.

Ferlosio no habla de “gesto identitario”, pero sí de la “moral de la identidad” como algo enfrentado a la “moral de la perfección”. Esta última se basaría en la idea de que el sujeto se hace bueno cambiándose a sí mismo, que con cada una de sus obras se hace “otro, nuevo, mejor y diferente cada vez”.

En la moral de la identidad, en contraposición, se busca lo bueno en la esencia. Al respecto de esta moral identitaria, dictamina Ferlosio con crudeza que “el mero seguir siendo idéntico a sí mismo es ser peor que uno mismo. Y complacerse en ello es abyección”

El gesto identitario, la acción que sólo dice quién soy, sería la materia abyecta con la que se construye la política contemporánea.