El paso del tiempo, como el amor o la traición, es una de esas cosas que te suceden por la espalda mientras estás ocupado en naderías como vivir, salir adelante o ser feliz. No lo ves venir. Un buen día estás sentado en tu cocina, desayunando un café miserable para que el día solo pueda ir a mejor, y cuando te levantas a dejar la taza en el fregadero te das cuenta de que, a lo tonto, durante los últimos minutos, han pasado veinte años. Apenas te has despistado un instante mientras removías el café con la mirada perdida en conjeturas y un cuarto de tu vida se ha esfumado. "Lo último que recuerdo es que era 1996", te dices asombrado de camino al trabajo. "¿Qué ha ocurrido desde entonces?".

Desde que Susannah Mushatt Jones falleció en el mes de mayo, la italiana Emma Morano se ha convertido en la persona viva más anciana del mundo y la novena más longeva de la historia. Antes de ella solo existe la antigüedad. Nació el mismo año que Ernest Hemingway, fallecido hace más de cinco décadas. El mismo año que nació Jorge Luis Borges, quien estaba cerca de cumplir noventa cuando murió en 1986. Fue el año de la publicación de La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. El año en el que Cuba se independizó oficialmente de España. En el que los primeros automóviles salían a la carretera. En el que echaba andar la revista La vida Literaria, con Jacinto Benavente a la cabeza y Rubén Darío, Leopoldo Alas "Clarín", Antonio Machado, Miguel de Unamuno o Valle-Inclán entre sus colaboradores. Fue entonces cuando nació Emma Morano. Antes de cualquier cosa. En 1899. Cumplirá ciento diecisiete años el 29 de noviembre.

Susannah Mushatt Jones. EFE

Emma presenció el auge y la caída del fascismo en su Italia natal. Cuando Benito Mussolini fue depuesto, ella ya tenía cuarenta y cuatro años. Ha vivido dos guerras mundiales, la revolución tecnológica, la Guerra Fría, el levantamiento en Alemania de un muro que dividiría al mundo y su destrucción casi treinta años después. Es la única persona viva que ya existía en los años mil ochocientos y lo ha vivido todo. En 1938 ya había echado de casa a su marido y demostrado que pocas cosas le pararían los pies en el futuro.

El problema es que el futuro ha resultado ser demasiado largo. Siempre me ha parecido fascinante cómo Borges describe la inmortalidad en el cuento El Inmortal, primero de El Aleph. Simbolizada como una ciudad imposible, de líneas y formas caóticas, carente de simetrías, el autor reflexiona sobre cómo en un plazo infinito todos los actos de un hombre se volverían indiferentes, ya que le ocurrirían todas las cosas. "Lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea". Emma no es inmortal, pero si la eternidad es un concepto tan atroz, vivir en tres siglos distintos no debe de andar demasiado lejos.

Debe de ser un tormento haber contemplado a todos tus seres queridos marcharse, uno detrás de otro. Ser la única que queda de un lugar y un tiempo que ya no te pertenecen

Porque más que un récord ameno y feliz, lo de Emma se asemeja a una condena. En Plataforma (Anagrama, 2014), Houellebecq escribe: "Hay cosas que se pueden hacer, y otras que parecen demasiado difíciles. Con el tiempo, todo parece demasiado difícil; la vida se reduce a eso". Me pregunto qué pensará Emma Morano de un mundo que ya no es el suyo. De un mundo cambiante en el que todo parece demasiado difícil. Y a los 116 años, cercano a lo imposible.

Hace unos meses comprobé atónito cómo mi sobrina abría la aplicación de YouTube en el teléfono de su madre, accedía a la lista de favoritos, reproducía una canción, la pausaba, la volvía a reproducir desde el principio y, por fin, la quitaba. Acababa de cumplir dos años. Pienso en cómo interpretaremos el mundo cuando seamos ancianos y no tengamos ni idea de qué está ocurriendo a nuestro alrededor pero los niños de dos años ya lo tengan dominado. No me puedo hacer una idea de qué verá a través de sus ojos de ciento dieciséis años Emma Morano.

Emma Morano, la mujer más longeva del mundo. EFE

Debe de ser un tormento haber contemplado a todos tus seres queridos marcharse, uno detrás de otro. Ser la única que queda de un lugar y un tiempo que ya no te pertenecen. Hay algo cruel en sobrevivir a todo lo que podrías considerar tuyo. De tu época. De tu universo. Todas las cosas deberían terminarse cuando les corresponde terminarse. Ni antes ni después. Ser más longevo que la propia vida tiene que doler.

Cuando leo en algún reportaje que se celebra el aniversario de alguna de estas personas supercentenarias y sus familias posan sonrientes a su alrededor mientras en sus ojos solo hay la nada, desorientación o tristeza, lo único que puedo es sentir pena. Hace poco, en un artículo sobre Emma, su historia, su dieta y las causas de su larga existencia, se explicaba con júbilo que el próximo 31 de agosto se convertirá en la octava persona más longeva de la historia. Ella posaba en la foto y se la notaba distante, indiferente, como si contemplase el mundo a través de un cristal. El pensamiento que acudió a mi mente era muy claro: "Ojalá que esta pobre mujer se muera cuanto antes". Porque el paso del tiempo, como el amor o la traición, es una de esas cosas que te suceden por la espalda. Salvo si es tan cabrón que con cientodieciséis años no te deja marchar.

Por algo en el cuento la anciana se llamaba Miseria.