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La muerte silenciosa de Prince, confirmada este jueves en su casa de Mineapolis a los 57 años por causas aún pendientes de confirmación, cercena una carrera musical única. Marcada por los altibajos, por los cambios de humor, por los vientos de la industria e incluso por los designios divinos, aunque imprescindible para comprender la evolución última del pop contemporáneo. Desde finales de los setenta, cuando pocos sabían adónde se dirigía la música de baile, la aparición de Prince Rogers Nelson vino a marcar el paso del pop.

Con raíces en Luisiana, pero criado en la ciudad de Mineápolis por un matrimonio de clase media, el joven Prince Rogers creció escuchando la música de sus padres. Él se defendía como pianista y compositor, mientras que su madre era aficionada a cantar clásicos del jazz. Con la música en el primer plano de la controversia social herededa de los años sesenta, Prince era un chico de su tiempo. Sonaban entonces músicas atléticas de artistas como James Brown, Sly & The Family Stone, los guitarristas Jimi Hendrix y Carlos Santana y el incombustible George Clinton al frente de Parliament y Funkadelic.

Con un estilo que algunos críticos situaron en el siguiente eslabón a Little Richard, Prince defendió con solvencia sus primeros discos titulares y empezó a llamar la atención con pespuntes de funk-pop que ya apuntaban a cómo iba a ser la marca de autor del músico que, con el tiempo, iba a prescindir hasta de su nombre. Producido con veintidós años, Dirty mind, su álbum de 1980, llamó la atención con funk sólido recubierto de melodías pop sin complejos. Vistas ahora, también sus baladas arriamadas al soul se antojan ancestros de la epidemia de r&b más popular que vendría treinta años después. Por lo pronto, la canción Soft and wet logró estar un par de semanas entre las cien escuchadas en Estados Unidos y Prince anotó un tanto actuando como telonero en la gira americana de los Rolling Stones.

Una revelación en los 80

A principios de los ochenta Prince era toda una revelación, cada vez con mayor grado de reconocimiento comercial, aunque su primer gran hito fue el doble álbum 1999, titulado así como apoyo a las protestas contra las pruebas nucleares. Grabado en estudios de Minesota y Hollywood, los tres primeros minutos de este doble disco, la canción que da título, afianzan los pilares sonoros por los que se iba a desarrollar la carrera de Prince. A veces, a la velocidad de la luz. Aparte de contabilizar tres millones de copias vendidas del disco doble, también hubo sitio para conquistas, digamos, sociales: su canción Little red Corvette se convirtió en el segundo video de un artista negro que se programó en el canal continuo de videoclips de MTV. El primero había sido Billie Jean, de Michael Jackson.

Aunque las cifras, la repercusión social y el respeto artístico de Prince iban a cotizar al alza con apenas un par de canciones más. Más de diez millones de personas compraron Purple rain, el disco, por Purple rain, la canción. Aquel extraordinario lamento fetichista escondido al final de un disco que también contiene otra pieza memorable, When doves cry. Ambas canciones suenan en la película homónima que reportó un premio Oscar y una marca imbatible: por primera vez, un artista lideraba las listas de disco, canción y película. En el ecuador de la década, con una docena de millones de copias vendidas y medio año en la cima de la lista de mejor disco, Prince pasó a jugar en la liga de las estrellas del pop al frente de su grupo The Revolution. De pronto, muchos quisieron ser Prince, o al menos sonar como Prince. Cosa imposible porque, además, en Prince existen varios Prince.

El disco Sign o' the times, publicado tres años después, afianzó la carrera de un músico con una capacidad de producción cada vez más asombrosa. Mucho y, con frecuencia, muy bueno. Casi todo facturado por un artista multiinstrumentista en sus propios estudios-residencia de Paisley Park. The black album y Lovesexy ahondaron en las influencias en el r&b y el ágil hip hop contemporáneo. Y Batman, la banda sonora para la película de Tim Burton, continuó alimentando al príncipe de los huevos de oro. No faltaban las canciones redondas, cocinadas al mínimo detalle: después de Kiss llegó Cream, del nunca muy bien ponderado Diamonds and pearls.

Cerca del trono del pop

Lo que vino después fue un desmarque comercial que, símbolo mediante, iba a escribir uno de los capítulos de enfrentamiento de un gran artista con los patrones de la industria. La historia no era nueva. Por una canción de Prince fue que Tipper Gore, la por entonces mujer del vicepresidente Al Gore, impulsó la normativa nacional que obligaba a todas las disqueras a identificar con el rótulo "Parental advisory" las letras potencialmente agresivas o eróticas. Y ahora Prince estaba dispuesto a olvidar su nombre para en su lugar utilizar un símbolo ambiguo y, lo peor, cuasi impronunciable. No obstante, las buenas canciones no faltaban: My name is Prince fue una declaración de intenciones, de jerarquía desde el trono pop, y Sexy Motherfucker vino a responder a las mentes mojigangas del negocio.

Capítulo aparte merece una canción, quizá la más popular de Prince incluso cuando haya quien no sepa que es de Prince. Nothing compares 2 u apareció primero en el disco con doce canciones de aromas jazz-funk que Prince grabó con el grupo The Family en 1985. Pasó desapercibida hasta que la cantante irlandesa Sinead O'Connor la reconvirtió en la penúltima gran balada-pop del siglo pasado con la ayuda del productor de Bristol Nellee Hooper, quien después trabajó con el grupo Massive Attack en el disco Blue lines y con la islandesa Björk en Debut. Dos trabajos que marcarían la transición del pop al siglo XXI.

En el cambio de milenio Prince también iba a llevar la voz cantante. En la nochevieja del siglo retransmitió en directo por televisión de pago el concierto Rave Un2 the year 2000 con el saxofonista Maceo Parker y el cantante Lenny Kravitz como artistas invitados. Allí recuperó la versión funk de Nothing compares 2 u. Con Maceo Parker incluso iba a repetir en el espectáculo en directo One nite alone... live!, con protagonismo especial del piano, que ya se antojaba como el camino predilecto que Prince iba a elegir para hacerse mayor.

Prince durante la actuación de la Superbowl en 2007 Reuters

Músico versátil como pocos de su generación, Prince será también recordado por la batalla que mantuvo contra las grandes poderes de la industria discográfica. Con Warner, el sello que publicó sus discos de mayor éxito, acabó por las malas, a veces entregando material de segunda para cumplir contratos que el artista entendía leoninos. Y también mantuvo relaciones difíciles con editoriales como Arista, Universal o Sony. Incluso puso en marcha su propia compañía, NPG Music, a título de su grupo The New Power Generation. En 2006 fue premiado por ser el primer artista en publicar sus grabaciones a través de Internet en una caja con sus discos números 20 y 21, Crystal ball y el acústico The truth.

En los últimos años, la carrera de Prince se mantuvo con cierta estabilidad en la franja de artistas consagrados. Tenía apariciones frecuentes en la franja de máxima audiencia en Estados Unidos, actuó en Montreux y en La Cigale de París, incluso sus canciones se llegaron a repartir con los periódicos, en ágil maniobra de difusión buscando más público. También mantuvo activo su perfil social con manifestaciones de apoyo a los ciudadanos que protestan contra la violencia policial en Estados Unidos. Y siempre fue muy respetado por sus compañeros de profesión. Al conocer su muerte, el panameño Rubén Blades, otro músico comprometido con la defensa de los derechos de autor y que ahora termina de grabar sus canciones más antiguas para recuperar el dominio de las regalías de autor, señaló que Prince había sido un tipo audaz que "demostró una constante búsqueda y experimentación, sin fórmulas", pero sobre todo defendió el legado del artista. "Su valor no solo se limitó a lo musical. Se enfrentó a la dictadura de las disqueras y logró imponer su interés y proteger su proceso creativo".

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