En la mesa de la esquina, desde la que de reojo se divisa a los ruidosos turistas escalar hasta las tascas de la Plaza de Santa Ana, escribo esta carta de amor a Javier Krahe de Salas, fumador empedernido, ajedrecista, vago, tímido y socarrón, padre, abuelo, gran lector de periódicos, ácrata y, para mí, por encima de todo, maestro.

Su ausencia me pesa en este otoño veraniego y no me basta rescatar su cancionero, quiero que se manifieste desde la nube en la que este tumbado a la bartola y me cante “La tormenta”. Vamos Javier, un último bis.

“Con un sándwich y un quinqué”, cada Navidad he peregrinado al Central, para burlarme del consumo irritante y del paso del tiempo que cala mis huesos, y lanzar a “la hoguera” el pensamiento acomodaticio del burgués que esto escribe.

Año tras año sometí mi escacharrado cerebro al masaje de los textos del mejor letrista que ha tenido la canción ibérica en el siglo XX. No es un cumplido post mortem. Sabina –una de sus hijas lo tuvo como padrino- lo sabe muy muy bien y lo ha reconocido siempre. Javier Krahe era un dios del diccionario, la provocación sostenida y el humor ácido eran sus liturgias. Un ateo de pensamiento, pero con un ingenio divino.

Parece que lo estoy viendo el año pasado acercarse a la puerta del Central disimulando como si fuese Javier y no Krahe, al que todos esperábamos. Cigarro en mano, camisa blanca y fular negro en el cuello. Nervioso, muerto de miedo. Nadie se atrevía nunca a saludarle antes de comenzar la canción. “Gracias canción”.

Recomiendo sin pudor alguno las conversaciones que la periodista Paloma Leyra escribió en formato discolibro para 18 chulos. Los dos se hicieron grandes amigos. Y mantuvieron hasta el final la amistad tal y como la concebía Krahe, distante, profunda y cómplice. Una amistad, como las de verdad, en la que no hacía falta hablar mucho para celebrarla. Desde esos días conservo como tesoro todos sus discos firmados, en vinilo la mayoría, asumiendo el riesgo de que el mero hecho de pedirle que me los dedicara me situaba en el permafrost de la imbecilidad profunda.

Este verano, en uno de esos “días de playa”, la muerte a la que tanto cantó, se llevó a Javier en su casa de Zahara de los Atunes. Esta será la primera Navidad sin sus conciertos, sin su semana en el Central, sin el electroshock que agitaba mis principios. Puede que regrese también este año, aunque cante otro, aunque Krahe me falte. A enchufarme un “guisky” en agradecimiento a sus rimas que para mí son ungüentos del espíritu.

“Cuando todo da lo mismo porque no hacer alpinismo”. Qué coño va a dar lo mismo. Sin tus ripios, tu manera de bailar y tu tos seca de café cream, la Navidad es solo un supermercado. Sacarina.