El nacimiento de Dolly en 1996 -el único éxito de 277 embriones implantados que provocaron 13 embarazos fallidos- inspiró la idea de clonar animales domésticos. Siempre hay un excéntrico multimillonario estadounidense dispuesto a jugar y a materializar sus fantasías: fue John Sperling quien financió ese proyecto, alentado por la idea de clonar a Missy -su adorada perra, ya envejecida- para hacerla inmortal. En el año 2000 se creó una empresa llamada Genetics Savings and Clone con la idea de ofrecer un servicio internacional de clonación de animales domésticos. Empezaron por los gatos. En 2005, los científicos coreanos clonaron el primer perro: para entonces, Missy ya había muerto, pero sus dueños habían guardado su ADN para reproducirlo en el futuro. Lo enviaron a Corea y crearon tres copias de su perra.

Aún no se puede garantizar que el clon sea exacto al original: algunos animales nacen con un color diferente y muchos con problemas de salud y deformidades. La técnica es tan cara que no ha llegado a despegar en criaturas domésticas, pero quienes sí le están dando uso son los propietarios de las granjas industriales, como cuenta La carne que comemos (Alianza Editorial), de Philip Limbery. El público se resiste a aprobarlo: los estudios realizados a nivel europeo revelan que casi dos tercios de los encuestados piensa que es "moralmente incorrecto". Para más de la mitad, la clonación para obtener comida no está justificada. Muchos afirman que no comprarían carne de animales clonados y ocho de cada diez dicen que se debe indicar en la etiqueta si llega a venderse.

En 2010, se armó una polvareda porque salió a la luz que el público británico había estado consumiendo comida procedente de animales clonados sin autorización previa. Sin embargo, tras investigar el incidente, el gobierno declaró que no era ilegal vender carne o leche de crías de animales clonados. Lo más preocupante es que en la actualidad el público no tiene manera de saber si la carne de sus platos procede de animales clonados.

Cómo sobreproducir

Los inventos para la sobreproducción son cada vez más esperpénticos: por ejemplo, explica el libro que en las granjas industriales hay miles de aves hacinadas y que, naturalmente, tienden a pasar calor. Pues bien, a los científicos se les ha ocurrido promover los pollos sin plumas. No sólo estarán más frescos, sino que ocuparán menos sitios y se podrá tener a más en el mismo espacio. Una vez sacrificados, ni siquiera habrá que desplumarlos.

Los científicos chinos, por su parte, han insertado ADN humano en 300 vacas para que reproduzcan leche humana. La idea es obtener leche con las proteínas claves de la leche materna humana para potenciar el sistema inmunitario de los niños. ¿Se está estirando demasiado la cuerda y acabaremos nutricionalmente desprotegidos? ¿Los científicos y las grandes empresas seguirán presionando hasta el límite a unos animales ya excesivamente sobrexplotados, poniendo así en riesgo no sólo su bienestar, sino la comida que producen y que consumimos?

Leyendo La carne que comemos entendemos que en cada bocado que damos hay una responsabilidad. ¿Sabías que en los últimos 40 años la tierra de cultivo ha ocupado 500 millones de hectáreas de bosques? Es un área equivalente a 10 veces el tamaño de Francia. Es decir, el 30% de la superficie no helada del mundo se emplea para mantener o alimentar a animales de granja. El Banco Mundial calcula que hacia 2030 se necesitarán aproximadamente 240 millones de hectáreas de nueva tierra agrícola para satisfacer la demanda creciente.

Los datos resultan aún más aterradores cuando los interpretamos bajo el umbral de la desigualdad. Una hectárea de tierra de cultivo produce suficientes calorías como para alimentar a 10 personas. Pero después de contar la comida para los animales, el biofuel y otros usos industriales, cada hectárea alimenta sólo a 6 personas. Mientras, la producción de carne de res se duplica y la de carne aviar se ha multiplicado por 10 entre 1980 y 2002. "Si se destinaran todas las cosechas a los humanos, se podría alimentar a 4.000 personas más", detalla el tomo. Por no hablar de la obesidad. De las enfermedades cardiovasculares. De la diabetes. De la salmonella. Y de cómo varían todos los niveles si los cerdos que comemos son criados al aire libre -o no-, o si las gallinas que consumimos se crían en jaulas pertenecientes a grandes explotaciones o en pequeñas granjas, sin enjaular.

Los animales reciben tantos antibióticos que, al consumirlos en la medida en la que lo hacemos, acabarán por hacernos inmunes a ellos. "Dos tercios de todos los antibióticos utilizados en 26 países europeos se administran a animales de granja". Por eso "se espera que en los próximos 20 años se produzca un marcado aumento de la cantidad de infecciones que son más difíciles de tratar debido a la resistencia a los antibióticos. Sin antibióticos, una infección bacteriana de la sangre podría matar a cerca de 80.000 personas", alertan los datos.

Más que un alegato por los derechos de los animales -basándose en el consumo irresponsable de la carne-, lo que este libro demuestra es que si los cuidamos más a ellos, nos estaremos cuidando, a la postre, a nosotros mismos.

Noticias relacionadas