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Durante décadas, la cultura popular ha situado el pico de rendimiento físico y mental en la veintena o la treintena. Ese relato ha marcado nuestra forma de entender el paso del tiempo, asociando edad con pérdida. Sin embargo, el cardiólogo Valentín Fuster lleva años insistiendo en que el envejecimiento “no es solo cuestión de arrugas, sino un proceso natural, negativizado por la sociedad”.

El prestigioso cardiólogo y el periodista Josep Corbella reflexionan sobre ello en su ensayo La ciencia de la larga vida (Ed. Planeta), desmontando algunos de los mitos más arraigados sobre el envejecimiento. Frente a la idea del declive inevitable, sostienen que la plenitud emocional y cognitiva emerge con la madurez y depende en gran medida de cómo decidimos vivirla.

Una de las afirmaciones más contundentes del libro se centra en la percepción subjetiva del bienestar. “A partir de los 50 la mayoría de las personas se sienten más felices y con más plenitud que a los 40”. Lejos de ser un consuelo tardío, el dato cuestiona la narrativa del deterioro progresivo y obliga a replantear qué entendemos por vejez.

Para Fuster, todo depende del enfoque y de la responsabilidad individual. La vejez no es una última etapa de declive, sino una fase más del ciclo vital. “La edad es solo un número. No podemos modificar nuestra edad cronológica, pero sí la biológica”, subraya, insistiendo en que la forma de vivir influye directamente en cómo envejecemos.

La sensación de mayor bienestar a partir de la madurez cuenta con un potente respaldo científico. Diversos estudios en psicología y neurociencia muestran que las capacidades cognitivas no evolucionan de forma lineal y que algunas alcanzan su máximo rendimiento en edades más avanzadas.

En esa línea se sitúan las investigaciones de Angus Deaton, premio Nobel por sus estudios sobre calidad de vida. Su tesis, basada en amplias encuestas internacionales, muestra que la felicidad no disminuye progresivamente con la edad, sino que suele tocar fondo en la mediana edad y repuntar a partir de los 50, cuestionando los prejuicios asociados al envejecimiento.

Un estudio publicado en la revista Intelligence refuerza esta idea al analizar 16 dimensiones cognitivas y rasgos de personalidad. Su principal conclusión es muy clara: la capacidad cognitiva general alcanza su punto álgido entre los 55 y los 60 años, antes de iniciar un descenso progresivo.

Aunque la velocidad de procesamiento puede ralentizarse, otros tipos de inteligencia aumentan con el tiempo. En esa línea, destaca la inteligencia cristalizada, basada en conocimientos y habilidades aprendidas, se refuerza con los años, desmontando la creencia de que la capacidad intelectual siempre disminuye.

Este patrón ayuda a explicar por qué muchos puestos de liderazgo están ocupados por personas de entre 50 y 60 años. El cardiólodo señala que, de esta forma, la madurez aporta una comprensión más rica de la realidad, con mayor capacidad para interpretar emociones y valorar matices.

Mirar la vejez de otro modo

La percepción social también empieza a alinearse con esta visión. Un estudio global de Ipsos sitúa a España entre los países más optimistas de Europa respecto al envejecimiento, retrasando la edad a la que se considera ‘vieja’ a una persona hasta los 73 años.

En un país con una de las mayores esperanzas de vida del mundo, Fuster insiste en que el objetivo no es alargar la vida a cualquier precio, sino “prolongar la salud y vivir con buena salud”. La longevidad solo tiene sentido si se acompaña de bienestar físico y mental.

Ese planteamiento se articula en los modelos que el cardiólogo ha desarrollado para explicar el envejecimiento saludable. Las cuatro Ttiempo, talento, transmitir positividad y tutoría— actúan como pilares vitales que, cuando se cultivan de forma consciente, favorecen autonomía, adaptación, actitud positiva y autoestima, claves para vivir la madurez con plenitud.

Ese marco desemboca en las cuatro A que Fuster identifica como resultado del envejecimiento bien orientado: autonomía para tomar decisiones, capacidad de adaptación a los cambios, actitud positiva ante la vida y una autoestima sólida. No son rasgos innatos ni garantizados por la edad, sino conquistas que se construyen a lo largo del tiempo.

La tesis que defienden se basa en un análisis que aborda el envejecimiento desde múltiples escalas. Como explica Corbella, “Fuster ha trabajado a nivel de célula, pero es médico y ve pacientes, por tanto tiene una visión de célula, de tejido, de órgano, de organismo, e incluso de sociedad”. Esa mirada integral permite comprender el proceso en toda su complejidad.