Vista de Zamora desde la Playa de los Pelambres
La herencia del Duero: un viaje por la Zamora industrial para descubrir la ciudad como nunca imaginaste
Un recorrido por el patrimonio industrial y preindustrial que muestra cómo el río moldeó la vida, la economía y la identidad de la ciudad.
Más información: Las Edades del Hombre te esperan este invierno en Zamora
Zamora no se entiende sin el río Duero. No en vano, a la ciudad se la conoce con el sobrenombre de 'La Perla del Duero'. El río separa ambos lados de la ciudad, pero también la une en torno a su majestuosidad e imponente belleza. La ciudad vive y ha vivido gracias a sus aguas y el territorio aún conserva un magnífico legado de ese patrimonio industrial, huella y recuerdo de un pasado, donde el Duero era fuente de vida y progreso de sus ciudadanos.
Por ello, desde el Ayuntamiento de Zamora quieren honrar ese patrimonio industrial y mostrárselo a un viajero ávido de descubrir una Zamora completamente diferente a la que conocían hasta ahora.
Así que han creado una completa guía de la mano de la arquitecta y divulgadora zamorana Beatriz Barrio, donde seguir la bautizada como 'Ruta de la Energía de Zamora'. Un proyecto que da la oportunidad al viajero de recorrer el patrimonio industrial y preindustrial del Duero, a su paso por Zamora.
Ruta en bici por la ciudad de Zamora, desde las Aceñas de Olivares
El Duero acompaña al viajero antes de que este repare en él. Desde la margen izquierda, donde nace la ruta, el río aparece como un hilo antiguo que ha movido piedras, iluminado hogares y definido la forma misma de Zamora.
Para Beatriz Barrio este territorio es una lección viva de que "el Duero no es solamente un río". Es energía, frontera, memoria y paisaje.
Un camino para vivir, no para mirar
La ruta comienza bajo el hierro y no cualquier hierro. El Puente de Hierro, levantado en 1899, abre este viaje industrial por la ciudad. Su celosía metálica anuncia una ciudad que se transformó con la llegada de mercancías, viajeros e ideas.
Beatriz Barrio invita a cruzarlo despacio, observando el Duero desde la pasarela metálica donde la estructura vibra con el eco del agua.
Para ella, este puente marca el final de la Zamora medieval y el inicio de la Zamora moderna, esa que empezó "a mirar hacia el este, siguiendo el río".
Al pie del puente nace la calle Entrepuentes, una antigua vía pecuaria convertida hoy en paseo natural. Aquí los sonidos cambian. En el pequeño parque botánico, Beatriz insiste en detenerse: escuchar pájaros hoy es fácil, pero hace siglos este lugar estaba lleno de golpes hidráulicos, órdenes, sacos y voces.
Aceñas: las catedrales del agua
El ruido de fondo anuncia lo que viene. Y no es otra cosa que las bellísimas aceñas de Cabañales, que emergen como gigantes de piedra y ladrillo. Construidas sobre el río, son un ejemplo perfecto de patrimonio preindustrial. Beatriz Barrio lo resume de forma clara: "el Duero daba energía gratis". Su fuerza movía ruedas vitrubianas que convertían la corriente en harina y trabajo.
Aceñas de Cabañales Facebook
Las aceñas se entienden desde dentro. El tajamar apunta hacia la corriente, el espaldón sostiene la estructura y en los canales el agua se acelera.
El nivel inferior guarda los engranajes; el superior, la sala de molienda. Aquí, durante siglos, la vida cotidiana fue ruido y agua. Noticias, encargos y esperas se mezclaban con la harina que alimentó a la ciudad.
Cruzando el Puente de Piedra, el viajero contempla una panorámica que une pasado y presente: las aceñas de Cabañales y Olivares, la muralla, las torres del convento de las Dueñas y, al fondo, la chimenea de Electra Zamorana. Todo en línea, como un mapa perfecto de la historia energética de la ciudad.
Entre monjas, frailes y molino
A la salida del puente, dos edificios religiosos explican el peso social del Duero. El Convento de Santa María la Real de las Dueñas, de origen medieval, y el convento de San Francisco, frente a frente, son testigos de una convivencia intensa.
Detalle del convento de Santa María la Real de las Dueñas
Beatriz Barrio recuerda el episodio más incómodo de este entorno monástico. En el siglo XIII, la cercanía entre las dominicas de las Dueñas y los franciscanos de San Francisco derivó en un escándalo que sacudió a la ciudad.
Hubo visitas clandestinas, relaciones impropias y una crisis disciplinaria que obligó al obispo Don Suero a intervenir. Para Beatriz fue "una auténtica tormenta moral", un choque público que marcó la historia de ambos conventos.
Las órdenes mendicantes eligieron este lugar por el agua, la calma y la cercanía a los caminos. También por las aceñas, que formaron parte de sus rentas. La ruta lo recuerda en cada paso.
El paisaje agrario del extrarradio
La ciudad queda atrás en este paseo. El paisaje se abre y aparecen huertas, pequeños caminos y viviendas aisladas. Es el espacio agrario periurbano, donde el Duero ha sido siempre motor de riego y producción. Tres barrios lo han tallado en su historia: Pinilla, Cabañales y San Frontis. Beatriz señala su importancia: "aquí se trabajaba la tierra, se regaba y se vivía de otra manera".
El Camino del Pastelero avanza entre huertas y viviendas dispersas y actúa como una costura natural entre los arrabales de Pinilla y Cabañales. A simple vista, los restos de piedra que aparecen en la orilla podrían confundirse con aceñas o con otro tipo de vestigios, pero Beatriz Barrio aclara que son los sillares del Puente Viejo, el paso más antiguo de Zamora.
De él apenas queda la base, hundida y abierta en el cauce, pero todavía se aprecia la dirección exacta del trazado. El puente apuntaba directamente hacia la desaparecida Puerta Óptima de la muralla, una alineación perfecta que no responde al azar.
Para Beatriz Barrio es "una evidencia de la relación inseparable entre ciudad y río", una prueba visible de cómo Zamora organizó su vida, sus accesos y su crecimiento siguiendo siempre el curso del Duero.
Los Pelambres: frontera, ocio y olor a curtido
El paseo desemboca en la Playa de los Pelambres, uno de esos lugares donde el Duero obliga a detenerse y que cuenta con una de las vistas más bonitas de toda la ciudad.
Playa de los Pelambres en Zamora
El viajero se sienta en la hierba, muy cerca del agua, y descubre una panorámica que resume mil años de historia: la muralla recortada sobre la roca, la torre de la Catedral dominando el perfil, el Castillo vigilando desde lo alto y los arrabales extendiéndose hacia la ribera. Es una vista limpia, abierta, que muestra la ciudad como si estuviera posada sobre un balcón natural.
Aquí el río se comporta como frontera. Marca el límite físico de la Zamora histórica, pero también el borde simbólico entre lo urbano y lo rural, entre la ciudad y sus oficios.
Beatriz Barrio siempre recuerda que los Pelambres fueron un espacio industrial mucho antes de convertirse en zona de baño. Su nombre procede del proceso del apelambrado, una de las etapas más ásperas del curtido de pieles. Las piezas se sumergían en agua con cal para eliminar restos de pelo y tejido, un tratamiento que generaba un olor tan fuerte que las tenerías fueron expulsadas del interior de la ciudad.
Ese traslado convirtió este paraje en un lugar de trabajo, de oficios y de espera, donde los curtidores aprovechaban la fuerza tranquila del Duero.
Hoy solo queda el eco de aquella actividad, diluido entre el césped, los senderos y el rumor del agua, pero todavía es posible imaginar el bullicio que acompañó a este tramo del río durante siglos.
Aceñas de Olivares: el origen de todo
Frente a la Playa de los Pelambres se levantan las aceñas de Olivares, un conjunto que impone incluso desde la distancia. Son las más antiguas que se conservan en Zamora y una pieza clave para entender cómo el Duero alimentó a la ciudad durante siglos.
Las Aceñas de Olivares de Zamora
El Cabildo de la Catedral las explotó desde el siglo X y convirtió este lugar en un enorme centro de producción de harina. Ocho cuerpos y siete molinos explican la potencia del complejo, diseñado para trabajar con el río en sus crecidas y en sus descensos, aprovechando cada variación del caudal.
Las piedras de moler tienen nombres propios, un detalle que fascina a Beatriz Barrio porque revela una relación cotidiana y afectiva con la maquinaria.
La Triquitana, la Rubisca o la Manca son apodos que evocan sonidos, colores o defectos de las piezas, como si cada piedra fuese un miembro más de la familia molinera.
Ese lenguaje íntimo resume la vida en las aceñas, donde se trabajaba con ruido, polvo y paciencia, pendientes del ritmo del Duero y de su carácter imprevisible.
Hoy las aceñas de Olivares funcionan como centro de interpretación. El visitante puede asomarse al corazón mecánico del molino, seguir el recorrido del agua por el canal y escuchar, incluso en silencio, cómo la estructura parece recordar el movimiento de las ruedas. Es un espacio que conserva el pulso de la ciudad que molía trigo mientras el río marcaba la cadencia del trabajo.
Molino de harina en las aceñas de Olivares
A partir de este punto, el Duero se ensancha y deja atrás la zona urbana. El paisaje cambia y se abre un abanico de rutas que permiten seguir explorando el patrimonio industrial de Zamora. La divulgadora distingue tres itinerarios que se adentran en entornos cada vez más naturales, pero siempre vinculados a la relación entre la ciudad y el río.
La Ruta A conduce a las aceñas de Gijón y a las de los Pisones. Las primeras forman un conjunto de seis cuerpos que mantiene pesqueras, tajamares y un puente de acceso.
Son un ejemplo claro del molino medieval adaptado a un cauce ancho y exigente. Las aceñas de los Pisones, más tardías, evolucionaron hacia una fábrica de harinas que estuvo activa hasta el siglo XX.
Es un tramo que permite observar cómo la industria molinera se transformó con el tiempo, desde la molienda hidráulica hasta la mecanización.
La Ruta B se interna en Carrascal y lleva al viajero hasta un palomar singular, pequeño en tamaño pero enorme en significado. Beatriz Barrio lo resume como "un ejemplo perfecto de aprovechamiento total".
El edificio combina almacenamiento, cría y recolección de estiércol en un mismo volumen, una industria doméstica completa que explica la economía tradicional del entorno. Sus muros de tapial y sus vuelos circulares cuentan una historia de ingenio campesino y autosuficiencia.
La Ruta C profundiza en la memoria rural de Carrascal. La iglesia, las viviendas de pizarra y los caminos que serpentean hacia el meandro conforman un conjunto tranquilo, casi detenido en el tiempo.
Los senderos conducen a miradores elevados, a cortados del río que muestran la fuerza erosiva del Duero y a yacimientos arqueológicos que evidencian poblamientos mucho anteriores a la Zamora medieval.
Es un paisaje donde el patrimonio industrial convive con restos agrícolas, ganaderos y mineros, tejiendo un relato completo del territorio.
En estas rutas, el Duero deja de ser solo un río para convertirse en archivo: un espacio donde cada piedra, cada pesquera y cada ruina cuentan fragmentos de la relación entre Zamora y el agua que convirtió la ribera en una auténtica fábrica a cielo abierto.
Congosta y el camino hacia la luz
Al dejar atrás la ciudad y adentrarse en el término de Pereruela, el paisaje cambia. El Duero avanza entre laderas de pizarra y, en un recodo escondido, aparece la aceña de Congosta.
Es un molino humilde, perfectamente adaptado al entorno, que hoy sobrevive en estado ruinoso. Queda el cubo, queda el pequeño puente de acceso y queda la huella de su emplazamiento original.
El resto desapareció cuando se levantó la presa de San Román, que inundó parte del cauce y silenció la actividad molinera. Este punto marca el final o el inicio del viaje. Aquí el río deja de mover piedras y comienza a mover turbinas.
San Román simboliza ese cambio. En 1902 se diseñó el salto de San Román de los Infantes y, solo un año después, entró en funcionamiento la central hidroeléctrica del Porvenir de Zamora. Beatriz Barrio insiste siempre en la misma idea y es que "el Duero hizo la luz". No es una metáfora; es una realidad histórica.
El responsable de aquella transformación fue Federico Cantero Villamil, un ingeniero joven que imaginó un aprovechamiento distinto del río. Decidió perforar un túnel de más de un kilómetro bajo el meandro del Cañil para obtener un salto de agua de 14 metros. La obra empleó a 800 trabajadores y convirtió a la provincia en un referente eléctrico.
La central abasteció a Zamora, Toro, Valladolid y Salamanca, y su legado aún se detecta en la chimenea visible desde el Puente de Piedra, la misma que identificaba a Electra Zamorana, la empresa que Cantero absorbió para asegurarse el control del suministro.
La central original conserva parte de su estructura. Las siete galerías abovedadas y la antigua casa de transformadores pueden contemplarse desde el mirador de San Pelayo, un balcón pétreo que domina el Duero entre rocas que parecen altares prehistóricos. Es un lugar que resume la transición entre la energía tradicional del molino y la modernidad eléctrica, un punto donde el río dejó de ser fuerza manual para convertirse en motor de la ciudad.
El Duero como hilo conductor
Así pues, aceñas, puentes, conventos, tenerías, palomares, centrales hidroeléctricas. Todos estos elementos forman una red que solo se entiende caminando junto al río. Cada obra industrial o preindustrial es una puerta a un modo de vida que convirtió al Duero en motor de Zamora durante siglos.
El viajero termina la ruta con la misma impresión que transmite Beatriz Barrio desde el inicio y es que "el Duero es memoria, energía y territorio". Y recorrerlo es una forma de entender la ciudad desde sus raíces, siguiendo el rastro del agua que lo hizo posible todo.