Cripta de San Antolín, que se halla bajo la catedral de Palencia. En la antigüedad fue templo de culto pagano y luego pudo ser un lugar de culto paleocristiano, ya en época romana.

Cripta de San Antolín, que se halla bajo la catedral de Palencia. En la antigüedad fue templo de culto pagano y luego pudo ser un lugar de culto paleocristiano, ya en época romana.

Palencia

San Antolín de Palencia, el mártir visigodo

Se cree que el rey Wamba trasladó desde Francia los restos del patrón de la capital palentina

2 octubre, 2022 07:00

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Bajo la catedral de Palencia existe un lugar donde hoy se halla una cripta que en la antigüedad fue un templo de culto pagano y que luego pudo ser un lugar de culto paleocristiano en la época romana, hecho que parece concordar con las huellas romanas existentes en el exterior.

En el s. XVII, el cronista Pedro Fernández del Pulgar transmite la leyenda en la que se dice que la cripta fue ordenada construir por el rey Wamba después de traer desde Narbona las reliquias de Antolín de Pamiers. Antolín, por lo visto, era un visigodo, perteneciente a la familia del rey Teodorico, que aceptó el catolicismo a pesar de haber sido educado en el arrianismo, y que terminó sus días como mártir alrededor del año 506 en la ciudad de Pamiers, en Francia.

Wamba tuvo que combatir una rebelión al comienzo de su reinado en la Galia Narbonense. La revuelta, dirigida inicialmente por el conde Ilderico de Nimes, motivó que el rey enviará al dux Paulo para contenerla, pero Paulo lo traicionó y se unió a los rebeldes, haciéndose coronar rey en Narbona. Wamba tuvo que acudir entonces a la Septimania a derrotar a los rebeldes. La tradición palentina narra que, tras perdonarlos y humillarlos en Toledo, Wamba trajo con él las reliquias de San Antolín desde Narbona y que las depositó en la actual cripta de la catedral.

En esa época, Palencia era una pequeña ciudad a orillas del río Carrión, cuyos habitantes se dedicaban a pastorear y cultivar las fértiles tierras en las márgenes del río. La antigua Pallantia romana había sido una de las ciudades más prósperas en el s. VII, cuando llegan los visigodos y conquistan la ciudad, pero después de eso la localidad cae en estado de total abandono y las antiguas huertas dejan paso a la maleza que crece en las plazas y calles. Las orillas del río Carrión se convirtieron en un frondoso bosque y los animales salvajes hicieron de este su hábitat natural.

Trescientos años más tarde, pasada la dominación musulmana, el rey Sancho III el Mayor llega a estas tierras para asegurar sus dominios y acabar con los históricos enfrentamientos entre los reinos de León y Castilla. Capitaneando su ejército decide acampar aquí para descansar. Al amanecer, atraído por el agreste paisaje que se ofrecía a sus ojos y sabiendo que podía encontrar abundante caza en esos bosques, decidió salir a ello.

Después de cabalgar un buen rato, divisó un jabalí y, sin dudarlo un instante, azuzó al jumento y se lanzó tras el guarro con su venablo. El jabalí, asustado por la presencia del jinete, escapó por entre los matorrales y se ocultó en una cueva. El monarca dudó un instante en su persecución por miedo a encontrarse en el interior de la gruta, a oscuras, cara a cara con la fiera sin protección suficiente. Pero el deseo de cobrar esa pieza era más fuerte que su propio temor y, olvidándose del riesgo que puede correr ante el enfurecido y herido animal, sin pensarlo más, entró en lo que creía que era la guarida del jabalí. Una vez en el interior, sus ojos, acostumbrados a la luz del sol, no veían nada. En aquel silencio, el rey solo escuchaba la respiración jadeante de la bestia, que parecía estar escondida a la espera de atacar a su cazador.

El rey Sancho era consciente de la fiereza que caracteriza a un jabalí magullado, pero ya no había retorno posible y el tiempo se le detuvo en esas tinieblas. Por fin, comenzaron a disiparse las tinieblas y las formas cada vez se hicieron más claras. El jabalí estaba allí, sin escapatoria posible, esperando su oportunidad. Don Sancho tensó entonces su venablo y se dispuso de nuevo a lanzar la flecha. Apuntó con firmeza, pero de repente, aterrado, sintió que tenía el brazo paralizado y que no podía efectuar el disparo contra el animal. Un sudor frio resbalaba por su frente, el miedo lo estremecía y con la vista buscó alguna luz que le señalara una apresurada salida o algún lugar donde refugiarse. Se sentía a merced del jabalí y que su vida corría un serio peligro, así que el rey, paralizado, solo esperaba ya el ataque de su presa y su muerte segura, si no era en el momento, más tarde por las heridas.

Resignado a su suerte, observó entonces como un rayo de luz penetró en la cueva a través de una hendidura de la pared e iluminaba una pequeña imagen de San Antonio, cuyos milagros y virtudes eran muy conocidos por el rey. Comprendió en ese momento que aquello no era una cueva, sino un altar dedicado al santo, una ermita, un lugar sagrado que él había profanado llevado por la ceguera cinegética.

No había duda, aquello era una ermita dedicada al santo y él la había profanado. Ahora estaba recibiendo el castigo divino por eso y por querer derramar sangre en un lugar sagrado. El rey imploró el perdón del santo y rogó su protección, cayendo de rodillas y pidiendo a San Antonio la curación del brazo, prometiéndole a cambio construir en aquel lugar un templo como exvoto. Prometió también reconstruir la ciudad y repoblarla para que sus habitantes pudieran venerarlo y honrarlo.

Absorto en sus oraciones, no advirtió la presencia de sus guerreros que, preocupados por su suerte, lo habían estado buscando hasta encontrarlo en aquel lugar. El rey los saludó con regocijo y comprobó que su brazo había recuperado la movilidad y la fuerza. El santo había escuchado sus ruegos y sus promesas y lo había salvado de una muerte segura.

Así pues, Sancho, rey de Navarra, cumplió su promesa y sobre aquella covacha construyó un pequeño templo que luego creció. Hoy día, cada 2 de septiembre, la cripta de la Catedral de Palencia se abre para ofrecer el agua de su pozo a los asistentes, tradición muy arraigada entre los palentinos, que recogen en pequeños recipientes el agua considerada milagrosa, mientras transcurre la ceremonia de la Eucaristía.