Francis Joseph Haydé compuso a finales del siglo XVIII (1796-98), La Creación, una obra extraordinaria de gran fervor religioso y musicalmente grandiosa en la que se enaltece además Creador y se ensalza la obra de sus manos.

El viernes tuve la suerte y el placer de escucharla en el Auditorio Nacional de Música interpretada por la orquesta y el coro nacional bajo la dirección de Kent Nagano con destacados solistas al canto. Un verdejo placer, que fue justamente ovacionada, al final, como pocas veces he visto con un público realmente entusiasmado.

La obra intemporal por su contenido y temática, nos recuerda, además, la riqueza y, por ende, la fragilidad de los seres vivos, de la mano de quien los ha creado y dispone de sus vidas: "El Señor es grande en su poder y eterno en sus obras" dice el texto cantado. Destacando al final, como culminación la creación del hombre y la mujer, su compañera, a su imagen y semejanza. Una esposa dice también la obra, "atractiva y agradable para el amor, la felicidad y la delicia".

"La feliz pareja cogida de la mano alabaría a Dios". "Sígueme compañera de mi vida. Ven sígueme yo te quiero. Mi protección, mi escudo, mi todo. Adorable esposa, cada instante es delicia y ninguna inseguridad la turba. Mi vida te he consagrado. Sea tu amor mi recompensa".

Este final tan amoroso de exaltación de lo que supone la esposa para el hombre, refleja, también hoy día, este sentimiento del amor imperecedero, cantado de forma sublime hace más de dos siglos, y que remontándose a la Creación del universo, se mantiene vigente, como estamos viendo en la más rabiosa actualidad. Porque hay cosas que por ser eternas, no cambian ni pueden cambiar nunca.