Este martes pasado soplaba las velas de mis 55, casi sin creérmelo, como si fuese otra persona la que sumaba tantos años ya, ese capicúa con rima que alcanzamos en este 2024 los que nacimos en el 69, aquel año víspera de tantas cosas, con España ya casi despertando a la libertad, a la palabra. Dos velas de color rosa prestadas en la terraza de un restaurante salmantino por un camarero amable; dos lucecitas sin número ni dueño sobre un pastel de queso que me recordaban lo lejos que queda ya aquella niña rebelde de abril que no le tenía miedo a nada, que se comía el mundo a bocados sin imaginar siquiera que el mundo tenía la zancada mucho más grande, los dientes más afilados.

No es mi intención autodedicarme una columna pero sí compartir esa sensación, ese vértigo de pasar página, iniciar un capítulo en blanco en un mundo que se tambalea, donde tan poquito espacio queda para los sueños. Este mundo, esta vida que igual te besa como te abofetea, que te enseña que dos pequeñas velas, dos amigas, dos hermanas -una por sangre y la otra por afectos-, tres menús del día, son la alegría, la felicidad absoluta cuando no necesitas nada más, nada esperas ni nada pides. Cuando has aprendido a caminar descalza por las brasas sin abrir la boca, apretando los dientes, echando piel de pantera vieja.

Soplar las velas es impulsar de nuevo el pequeño barco que surca por nuestras vidas allá donde los vientos le lleven; es sentir que soplan contigo los que quieres y te quieren y sentir también en la nuca el aliento de los que ya no están, susurrando en el aire, acariciando.

Soplar las velas es sumar, celebrar la vida incluso cuando sientes que no hay nada que celebrar si no es el estar vivo. Sólo eso, todo eso. Ser o no ser. Ser, estar. Y caer y ponerse en pie y caer y volverse a levantar y seguir caminando hacia las próximas velas, la próxima estación, el próximo abril. El siguiente cuaderno por escribir, nuevas lágrimas por llorar, abrazos nuevos que dar; nuevas despedidas, amigos viejos que ya no son, sin rencor; la memoria de los que se apearon de tu viaje pero dejaron poso bueno, el aprendizaje en lo bueno y en lo no tan bueno. Ser, estar, soplar las velas, invocar, reposar lo vivido, lo escrito en la piel, lo que ya nadie te puede quitar. 

Este martes soplaba las velas de mis 55 y ese soplo leve ya perdido en el aire era el epílogo de un año que ya es pasado, el inicio, el primer paso de mis edades de abril cuando vivir, sólo eso, todo eso, es el regalo.