La gran pregunta.

La que aparece a los pocos años de empezar a hablar. ¿Tú que quieres ser de mayor? Es ahí donde “tu yo niño” tiene que empezar a investigar entre las diferentes profesiones existentes y elegir una para que todo el mundo a tu alrededor se quede tranquilo porque el niño ya ha decidido, va a ser torero, bombero o policía.

Todo arreglado, ya tienes la vida resuelta. Un futuro prometedor solucionando problemas sociales o copando las portadas de la prensa rosa.

Más complicado es cuando el niño quiere ser costurero o bailarín, aquí pueden empezar ciertos problemas. No suele ser la profesión que unos padres deseen para su retoño, sobre todo, por la absurda connotación homosexual que llevan asociada estos oficios.

¡Qué decir si una niña quiere ser periodista deportiva, constructora o chef! Los prejuicios siguen haciendo de las suyas y al final suelen frustrar posibles futuras vocaciones.

Normalmente la familia suele reaccionar de forma contundente. Se crea un silencio incómodo alrededor del tema y se deja pasar hasta que el infante venga con una nueva profesión más adecuada para su género.

Dejando atrás este inciso de perspectiva de género, nos vamos a centrar en el futuro profesional de nuestros hijos.

Después de estos primeros años tonteando con varias profesiones la cosa se va poniendo seria en la adolescencia y el instituto.

La presión de grupo aumenta y tienes que elegir sí o sí a qué te quieres dedicar el resto de tu vida. A los 18 años si cursas bachillerato o incluso antes si realizas un módulo de formación profesional.

¿Quién está preparado para decidir su futuro a los 18? Si lo que tienes en la cabeza a esa edad son los primeros amores, los amigos y disfrutar de la vida. Lo que menos te apetece es pararte a valorar para qué tendré que poner el despertador todos los días de mi vida a las siete de la mañana.

¿Está realmente preparado un adolescente de 17 o 18 años para decidir su futuro tan temprano?

La respuesta es… un claro NO.

En escasas ocasiones sucede este milagro donde la persona tiene organizado y moldeado su futuro desde edades tempranas. El resto de los humanos, solo tienen dudas e incertidumbre, incluso ansiedad por saber si han elegido bien o mal su porvenir.

Después los años pasan, y te conviertes en un señor de 35 o 40 años con un trabajo que te gusta o simplemente te paga las facturas. Aquí llega la segunda pregunta demoledora. ¿Y tú que eres?

¿Qué que soy? Pues muchas veces no sabes ni qué contestar, aunque tienes claro que se refiere a qué trabajo realizas. Es el momento donde nos clasificamos socialmente. Ingeniero, maestro, empresario, trabajador por cuenta propia, parado. Obviamente las miradas de amigos o familiares no son las mismas para un ingeniero, un triunfador de la vida, que supuestamente tiene un buen sueldo y una bonita casa, que para un trabajador de una cadena de producción, un perdedor, con un sueldo bajo y que llega a duras penas a fin de mes.

Pero ¿la felicidad de una persona se mide por su trabajo o posición social y económica?

Claramente es otro NO rotundo.

La felicidad se mide por los pequeños momentos de la vida, los que te hacen sonreír. Se mide viendo a las personas que te rodean, cómo te tratan y se portan contigo. Se mide en los viajes pequeños o largos que haces, o en cuantas veces sonríes al día.

En definitiva, sé libre, equivócate, elige algo que te atraiga y si no lo ves claro, cambia. Hazlo todas las veces que necesites, hasta encontrar lo que consiga emocionarte. Lo que te haga fácil y divertido el día a día. Algo que te guste y te haga sonreír. Porque ya que la vida es corta, vívela en mayúsculas.