Castilla y León

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Opinión

Leire en los toros

5 octubre, 2020 19:05

Tercera y cuarta novilladas del ciclo organizado por la Junta de Castilla y León y la Fundación del Toro, respectivamente celebradas en el pueblo abulense de Maello, cuya iglesia de San Juan Bautista luce una bóveda estrellada de ensueño y  atesora unas esculturas de marfil del XVII que quitan el hipo, joyas que cuesta Dios y ayuda ver,  y en el zamorano de Fuentesaúco, la patria del garbanzo y –con Ledesma- de los espantes, tradición que se remonta al 17 de junio de 1596, cuando unos regidores con visión de futuro y anhelos de concordia acabaron con las rivalidades de los vecinos, parroquianos unos de Santa María, parroquianos otros de San Juan, con unos festejos taurinos convocados al amparo de la Visitación de la Virgen a su prima Santa Isabel, madre de San Juan, estableciendo una convivencia en armonía que dura hasta hoy.   

Por esas historias andábamos mi mujer y yo cuando un diálogo a nuestras espaldas nos sacó de ellas. “Mira, Leire, ya salen los toreros, Qué bonito, mamá”. Nos volvimos de inmediato: eran una mamá y su hijita, Leire, que luego supimos de cuatro años, rubita y de ojos azules, qué niña tan guapa y cuánta ilusión en todo, en las palabras, en los gestos, en la mirada. Y las dos arrebujaditas en una manta. “Que caballo tan alto”, y de repente un sobresalto alegre: “mamá, mama, ahí está Juan”, uno de los subalternos, hombre de plata que las estaba buscando y  dibujó una sonrisa de oro cuando las encontró.

La verdad: cerca tenía a gente que –según ellos- saben mucho de toros, pero yo seguí la novillada a través de las palabras de Leire y su mamá.  Nunca he aprendido tanto de toros. Bueno, sí, cuando de niño  hablaba con mi padre y con mi tío Gonzalo, que solo me explicaban lo que  quería saber, dando tiempo al tiempo, que paciencia quieren las cosas grandes. Esa madre veía por los ojos de Leire,  reviviéndose  niña con sus mayores. Ayer como hoy, esa es la puerta grande para entrar en los toros: de la mano de los abuelos o/y de los padres, de los tíos, de la gente que te introduce de la mano por los caminos de la vida. De ahí que el empeño de los antis por romper esa cadena que, una vez forjada, crea eslabones indestructibles.

“Mira, mama, Juan va a poner las jeringas al toro”. Las jeringas, o sea, las banderillas, para Leire las jeringuillas, las inyecciones. “¿Te han puesto muchas, Leire”? le pregunté, porque a esas alturas ya habíamos pegado la hebra y amigado. Sacó la mano de la manta, abrió la palma y extendió un dedo.

-¿Y te dolió?

-Un poco, -me respondió con media sonrisa.

-Pero fue muy valiente y no lloró –terció la mamá.

- Sí, no lloré.

A Leire, y a mí con ella, le gustaron mucho dos novillos de López Chaves, particularmente (“muchísimo”) el primero, que era de vuelta al ruedo y no se la dieron, y uno de “La Interrogación”. Leire, y yo con ella, disfrutó con la torería asentada de Mario Navas, obviamente mucho más toreado que sus dos compañeros de terna, Juan Ignacio Sagarra, que maneja los trastos con fundamento, y Juan Pérez, aprendiendo y en consecuencia ejerciendo su derecho a fallar, porque a torear solo se aprende atreviéndose a fallar en la cara de novillos como los que están saltando a los ruedos en este ciclo, hondos y cuajados. Tarde ventosa, los tres pasaron momentos comprometidos, los tres dieron la cara, los tres mantuvieron el tipo. Y Navas dejó claro que ya está en el camino.

Lo único malo fue que un vigilante, cumpliendo su obligación, impidió a Leire llevarse a la boca una media noche suculenta. “Está prohibido, señora, lo siento”. La niña lo aceptó, pero yo protesto por ella desde aquí. “¿Qué la salud del mundo depende de que una niña de cuatro años se quedé sin merendola? Bueno, está bien, será así. Pero a mí  me hubiera gustado que merendase. La mamá salió al quite con el señuelo de un yogurt líquido. “Esperaré al jamoncito, mamá, cuando el señor me deje”. 

A la muerte del cuarto novillo Leire creyó la función acabada (en su pueblo los festejos son de cuatro novillos), pero luego, al caer el sexto, preguntó por el siguiente. “¿No eran ocho?”. Tan interesante salió la tarde, que Leire se quedó con ganas de más, y yo también, porque la lección de sus ilusiones se me hizo cortísima. Dios quiera que sea feliz siempre.