Tras la bola

Hablaremos de tenis, aunque también de viajes, ciudades, culturas y periodismo en primera línea de batalla. Porque hay cosas que no se ven, pero tampoco se cuentan.

 

Nadal posa frente al puerto de Sídnei la semana pasada. REUTERS

Australia, una prueba de fuego para periodistas

Los jugadores acostumbran a decir que el Abierto de Australia llega demasiado pronto, que la temporada acaba de nacer (apenas un par de semanas) y nadie sabe muy bien cómo aterriza cada uno en el torneo, algo que si ocurre en el resto de grandes. Supongo que a los periodistas nos pasa algo similar: acabamos de terminar un año y ya estamos metidos en otro, y con la exigencia de arrancar en un Grand Slam. Yo tengo la suerte de venir de Brisbane, así que al menos ya estoy algo rodado y me he ido quitando el óxido habitual de diciembre.

Para mí, el Abierto de Australia es el mejor Grand Slam de todos, y hay varios motivos que sostienen esa afirmación categórica. Australia es uno de los lugares más agradables del mundo y Melbourne mi ciudad favorita de todas las que he tenido la suerte de visitar. Dejando a un lado el abanico turístico (¡qué playas para hacer surf!), la gente aquí es atenta, educada, amable y abierta siempre a ayudar en lo que sea. Debe ser cosa del ADN australiano, de una cultura muy distinta a la nuestra o quizás de una educación diferente a la de otros países, pero la realidad es que la primera vez que vine hace varios años me sorprendió y todavía hoy sigue haciéndolo. Cualquier persona está dispuesta a echarte un cable con una sonrisa en la cara. La mayoría de los australianos son alegres, amantes de las conversaciones e interesados por saber de ti y de tu vida. Estando tan lejos de casa, y viendo que en otras ciudades te miran mal a la mínima, eso se agradece mucho.

Por otra parte, y laboralmente hablando, el cambio horario juega a nuestro favor, y esto es muy importante. Para periodistas torpes como yo, para los que nos agobiamos con el famoso cierre de edición (da igual que sea digital, sigue siendo un cierre), este torneo es una bendición. Tenemos 10 horas más de diferencia con España y eso significa que si las cosas van mal siempre puedes quitarte horas de sueño. Las tres de la madrugada sigue siendo una buena hora para escribir. O las cuatro. Ya llegará París y las cosas serán diferentes (vamos con calma, por favor), pero de momento en Melbourne ese margen es aire para la cabeza, aunque vayas con ojeras desde el minuto uno, pidiendo a gritos una cama.

No obstante, el torneo sigue siendo un Grand Slam. Como los jugadores, nosotros nos preparamos para hacerlo lo mejor posible en los cuatro que hay al año. También tenemos presión (mucha, además) y nos jugamos nuestro propio título de campeón, que es la satisfacción personal por las obligaciones cumplidas. A diferencia de ellos, nosotros llegamos con una idea clara: no vamos a perder en primera ronda, esa opción no está contemplada. La mayoría nos quedaremos aquí hasta la final, así que el desgaste es inevitable cuando se vayan acercando los últimos días.

Aquí ya entra en juego el nivel de exigencia que se imponga cada uno. El mío es muy alto. Primero, porque no quiero defraudar a nadie que lea o escuche lo que cuente. Dentro mis limitaciones, que son muchas y están a la vista, tengo que aspirar siempre a sacar un 10. Cuando acabe el torneo quizás llegue al aprobado, y raspado, pero la idea inicial es buscar la nota más alta, no entiendo esta profesión de otra manera. Segundo, porque hay gente que ha confiado en mí para estar aquí y la mejor forma de devolver esa confianza es con trabajo duro, más o menos brillante, pero duro. Y tercero, y no nos engañemos, porque hay compañeros que entienden esto como otra profesión cualquiera para tener su sueldo asegurado (absolutamente respetable, seguramente es lo lógico) y llegar a final de mes (igual que un arquitecto, médico o abogado) y yo lo entiendo de una manera diferente, menos mecánica. Quiero disfrutar del privilegio que supone estar aquí. Quiero aprovechar cada minuto, porque no van a volver. Y quiero que esto no sea un trabajo, mejor llamarlo sueño cumplido, la oportunidad de vivir haciendo exactamente lo que quieres.

Un Grand Slam es una locura, esto creo que ya lo he contado alguna vez antes. En Brisbane, por ejemplo, no llegábamos a 50 periodistas y aquí habrá miles, corriendo de un lado para otro. Habrá órdenes de juego infinitos y partidos desde las 11 de la mañana hasta bien entrada la noche. Habrá entrenamientos de los que no juegan ese día, pero que igual necesitas ir a ver (a Nadal, por ejemplo). Habrá una rueda de prensa tras otra, casi sin pausa. Habrá alguna entrevista individual que te hayan concedido. Habrá problemas imprevistos, porque siempre los hay (¡siempre!). Y todo sin dejar a un lado lo que tengas que hacer, en mi caso el periódico y la radio. Por eso, los primeros días es mejor desayunar fuerte y olvidarse de comer nada, si acaso alguna barrita de chocolate para ir tirando. Algún kilo se pierde, eso está garantizado.

El Abierto de Australia, o cualquier otro Grand Slam, es la prueba de fuego más importante de un periodista que cubra tenis. En estos 15 días se aprende más que en toda la carrera y sobrevivir a ellos es equivalente a graduarse, la señal de que uno puede valer para esto, la confirmación definitiva. En la universidad enseñan algunas cosas que pueden ser útiles. Aquí descubres el verdadero significado de ser periodista y te las apañas para moverte en esta jungla. Aunque es cierto que nunca dejas de aprender cosas nuevas, como en la vida misma. Yo voy a empezar mi Grand Slam número 16 y todavía no sé de qué va la película.