La Trinchera

De toros y toreros: un lugar para el aficionado en la boca del león.

La cornada de mi hermano

La cornada de mi hermano

Cinco amigos tenemos entre manos un proyecto aterrador que se acaba de convertir en realidad de golpe. Ya está aquí. Las fechas llegan, que es algo muy propio del paso del tiempo, y ante nuestra inconsciencia se descuenta desde hoy un mes con la rapidez de un segundo. Lo peor es la cuenta atrás, el tintineo de la bomba. El próximo 5 de noviembre algunos descerebrados haremos el paseíllo bajo la atenta mirada del peor público posible: abuelos y padres, amigos y novias. En sus miradas se puede ver una sonora carcajada interior. Uno se da cuenta de que no hay necesidad de cierto tipo de cosas cuando ya las tiene muy encima. La afición despeña. Ojalá sea también paracaídas. Mientras tanto los cinco becerros de Jacinto Ortega, de encaste veragua, no paran de comer en la finca Los Monasterios, tan quebrada como su expresión. Mi cena, sin embargo, no baja desde hace semanas.

A las 12 de la mañana del 5-N se producirá nuestro desembarco; La Carlota como Normandía. Vestidos de corto, titubeantes, pondremos un pie en la mañana que imagino azul y fría, espléndida, abierta e indiferente sobre la pequeña plaza de toros en ese modo tan explícito que tienen los días de crear un debate sobre cualquier actividad. No hay nada más deprimente que una mañana de sábado mirando a los ojos a un ser humano. “¿Qué estás haciendo? Podrías estar en cualquier otra parte”, te zarandea. El miedo avanza en una metástasis propagada desde la barriga hasta las extremidades, templada y pesada. Recomiendan enfrentarse a él, hablarle, tratarlo de tú, pero es imposible parar este monólogo que dura meses. Cada día arranca antes.

Aunque todo esto parezca un capricho caro e irresponsable, algo de lo que escribir, con lo que decorar alguna habitación del ego con fotos y anécdotas, que también, tiene algunos centímetros de profundidad. El objetivo principal era el de cerrar definitivamente una amistad en torno al toreo, pero eso ocurrió ya. Durante la preparación, cinco meses exactos antes del cinco definitivo, el 5 de julio –es terrible ver como se acumula la casualidad- a mi hermano una vaca vieja en una retienta le partió la vena femoral y contusionó la arteria sin romper el pantalón. El pitón empujó todo lo que había de humanidad con contundencia. Un derrote seco abrió un hueco por donde se escurría constante la sangre oscura, un hilo de vida tirado por una rueca atrancada en un coágulo. La evacuación fue un eficaz trabajo en equipo que tuvo como centro neurálgico la parte de atrás de un Seat Ibiza y un puño sobre el hueco de la ingle, reducido el mundo al sanguilonento charco bajo los calzoncillos, a la ventanilla abierta y al “háblame, no te duermas”. El coche volaba camino del hospital más cercano concretando en la velocidad, las curvas y los semáforos en rojo casi una decena de años, desde aquel abrazo en un bar bautizado con un presentimiento: La Leyenda. Como bodegón de lo vivido queda esa imagen de todos durmiendo entorno a la cama del cogido, custodiándolo hasta la llegada, ya de madrugada, de mis padres al hospital.

Ahora, con el grupo salpicado por la sangre, el 5-N se convierte casi en una expiación. El objetivo principal ya se cumplió con urgencia en Cádiz. La mayoría de los integrantes del cartel estaban aquella tarde en Jimena de la Frontera. Todos hicieron lo posible para que la cita se diese íntegra, tal y como se diseñó en febrero, cuando la idea era una pincelada, un rumor del que abstraerse. Hay que terminar de sacudirse aquella experiencia. No hay otra forma de hacerlo que toreando. El toreo, que puede arruinarte la vida, es el mejor trampolín para celebrarla. Mataría por haberme aficionado tanto al ajedrez.