Lara Cotera. E.E.
Este año ha sido para mi frenético y trepador. Llegaron un montón de cambios sin avisar que incorporé bajo el cronómetro. Seguí adelante, cerré etapas y abrí puertas, muchas. Entendí que lo que sucede, cuando se vive a conciencia, se decide: hay que bailar al compás de lo que marca la vida. Hice miles de kilómetros y fui feliz al otro lado del trayecto. También traté de encajar donde ya no cabía. A cambio, otros horizontes emergieron amplios y luminosos: personas y lugares que me hacen caminar a grandes zancadas y bailar sin miedo al ridículo.
La familia es uno de estos lugares y tiene el poder de ser campo y cielo al mismo tiempo: la raíz y el viento que mueve todo lo que crece en ella. Llamamos normalidad a los usos y costumbres que nos inculcaron desde pequeños y, cuando crecemos, convertimos en nostalgia o en hábitos todo ese legado.
La Navidad siempre nos pone a prueba porque no podemos fingir lo que somos cuando estamos en familia: pertenecemos a un sistema imperfecto pero sólido en su funcionamiento que nos hace ser como somos de forma inconsciente. Por eso, pasamos la segunda parte de la vida siendo conscientes de todos esos pequeños resortes que metimos (y metieron) en nuestros libro de instrucciones desde la cuna.
En Navidad, además, siempre faltan algunos y llegan nuevos, y en esa ecuación tomamos partido por el pasado o por el presente. Alguien dijo una vez que hay dos tipos de personas: las que tienen miedo a la vida y las que tienen miedo a la muerte. Y nuestra querencia por cualquiera de los dos polos condiciona lo que hacemos.
Veo estos días las calles llenas de gente comprando sin tregua. Las tiendas a rebosar: descuentos, ofertas, regalos y últimas llamadas para consumir que no hemos pedido. Hablamos de los niños hiper regalados, pero hablemos también de los adultos que canjean la presencia que no dieron este año por un cofre con perfume y ácido hialurónico, que algo hará también contra las arrugas de esas relaciones agrietadas y desteñidas tras doce meses de desencuentros.
No obstante, todavía quedan lugares para algún intercambio desde el alma. Por ejemplo, el que ofrece la asociación Atrapavientos del 26 al 30 de diciembre en la plaza del Pilar con su tradicional intercambio de libros, un enorme amigo invisible literario por el que ya han pasado más de 16.000 personas en estos años.
Prueben, vayan solos, en familia o con amigos. Elijan un libro significativo para ustedes, dedíquenlo explicando por qué fue importante su lectura y elijan al azar el de otra persona, a ver qué descubren. Tómense el tiempo de envolverlo con cuidado y escribir con buena letra lo que les hizo sentir. Y compartan: es gratis.
No es como un brindis con champagne o el asado de una madre en Navidad, pero les aseguro que sabe a todo lo bueno que nos dejaron las historias que nos marcaron. Feliz Navidad.