Quizá sí sea oportuna una Ley de Memoria Democrática.

En los últimos años, el franquismo ha sido una obsesión crecientemente presente en cada generación, forzosamente más alejada de los dramáticos tres cuartos iniciales del siglo XX que la anterior.

Mertxe Aizpurua, líder de Bildu en el Congreso, charla con Santos Cerdán [secretario de Organización del PSOE] y Rodríguez de Celis [diputado socialista y vicepresidente del Congreso].

Mertxe Aizpurua, líder de Bildu en el Congreso, charla con Santos Cerdán [secretario de Organización del PSOE] y Rodríguez de Celis [diputado socialista y vicepresidente del Congreso]. Sara Fernández

Son muchos los golpes de pecho. Pero, en ocasiones, esta sobreactuación antifranquista se traduce en la banalización de determinados conceptos. No todo puede ser reducido a chapa para lucir en la solapa. Y esto acaba siendo una falta de respeto a la generación que sí padeció guerra y dictadura. 

La censura, por ejemplo. Los creadores españoles llegaron a convivir con ella de un modo que casi haría frontera con la resignación. Es conocida la anécdota que sitúa a Berlanga comprobando aburrido los fragmentos que el organismo suprimía de uno de sus guiones. Hasta que llega a una tachadura sobre la indicación “plano general de la Gran Vía”. Mueve contactos para averiguar a qué podía responder reserva tan peculiar. Le dicen que uno de los censores promovió la supresión alegando que el director valenciano era capaz de sacar a dos curas saliendo del Pasapoga. 

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Atención, altavoces que claman contra los “poderes ocultos”, a lo que pasaba con los medios de comunicación. Hasta que Manuel Martín Ferrand no se saca del magín Hora 25 (1972), la información en la radio privada pasaba por la conexión obligatoria con Radio Nacional de España. Las ondas, la tele y la prensa impresa estaban sometidas a censura. La “ley Fraga” (1966) la hace desaparecer en su condición previa en la prensa. Se podía uno arriesgar a que la idea estuviese, negro sobre blanco, a la venta en quioscos antes de que se procediera al secuestro de la publicación. 

El actor Antonio de la Torre protestaba el otro día por la “censura” (sic) de Telefónica por terminar descartando la producción de una serie de Rodrigo Sorogoyen sobre la Guerra Civil para Movistar+. A esa degradación de los conceptos se ha llegado.

Pero ¿cómo es posible utilizar esa palabra para referirse al derecho que asiste a una empresa privada para producir sólo aquello que estime oportuno? ¿Acaso alguien prohíbe a cualquier otra entidad llevar a cabo la serie de Sorogoyen? La palabra ha sido invocada en otras ocasiones antes, cuando un medio de comunicación ha decidido no dar difusión a un contenido determinado. ¿Desde cuándo no puede decidir uno qué cuadros cuelga en su propia casa? 

No creo que resulte tan difícil de entender. Cabe hablar de “censura” cuando un creador y un productor están decididos a sacar adelante un proyecto y es la autoridad administrativa la que les corta el paso prohibiendo su realización. Cuando un editor y un escritor están de acuerdo en publicar un contenido y es un órgano público con mando en plaza el que lo impide. Si El País no quiere incluir una determinada tribuna bajo su cabecera, quizá EL ESPAÑOL sí esté dispuesto a sacarla a la luz pública. 

El citado Berlanga o Juan Antonio Bardem, por nombrar sólo a dos entre varios centenares, no merecen semejante trivialización. 

Pero tampoco deberíamos sorprendernos.

A fin de cuentas, el actual gobierno tiene como socios parlamentarios más o menos estables a los grupos nacionalistas catalanes. Éstos llevan más de un lustro manoseando algunos términos particularmente sensibles, si se ponen en relación con la Historia de España.

Así, las personas condenadas a prisión por sus responsabilidades penales en el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 y sus alrededores han sido calificados como “presos políticos” sin que nadie les chiste invocando la memoria histórica. No sé qué pensaría Marcelino Camacho.

Aquellos que prefirieron eludir la prisión poniendo pies en polvorosa se denominan a sí mismos “exiliados”. No sé qué pensaría Antonio Machado. (Su recuerdo ha recibido un duro golpe esta semana, cuando Sánchez acusó a Gamarra de faltar el respeto a los ciudadanos españoles por haber empleado el término “españolito”). 

Censura, condenas por causas políticas, exilio, secuestro. De todo eso ha habido en el violento siglo XX español. Invocarlo ahora para colgarse una medallita envuelta en las propias neuras es un ultraje a censurados, presos políticos, exiliados y secuestrados. Los últimos vivieron su apogeo ya en democracia. Vino de parte de aquellos en cuya defensa se dejaba la tinta la hoy portavoz parlamentaria de Bildu. 

Españolito (perdón, ciudadano español) que vienes al mundo te guarde Dios.