La retórica política se nutre a menudo de fórmulas que funcionan como plataformas sentimentales. Recuerdo que Manuel Arias Maldonado escribió que la Cataluña independiente cumplía la función de “utopía disponible” en un momento de angustia económica en que, además, la historia había desmentido los viejos sueños marxistas. Algo parecido podríamos decir del “Yes, we can” de Obama: era inspirador porque funcionaba como un lienzo en blanco donde cada ciudadano podía proyectar sus sueños.

En las últimas semanas, algunos comentaristas, en diverso grado de decrepitud intelectual, han acusado a la Comunidad de Madrid de estar impulsando su propio procés. Como no disfruto discutiendo con terraplanistas, he preferido atender a otro movimiento que hace no tanto era un ruido de fondo y cada vez se escucha con mayor nitidez. Me refiero, claro, al llamamiento a la III República. Dado que se trata de buscarle primos hermanos al procés, me tomo la libertad de elegir este para trazar el paralelismo.

Evidentemente, nuestros cándidos republicanos no han tratado de subvertir por la fuerza el orden constitucional, pero la similitud no está en la dimensión legal, sino emocional: la III República se va consolidando como utopía disponible. Por más que la anuncien, no sabemos qué forma tendría, pero sobre todo no entendemos en qué sentido podría mejorar la vida de la gente: ¿qué efecto tendrá la República sobre el paro juvenil? ¿Abaratará el carrito de la compra? ¿Acortará las listas de espera en los hospitales? ¿Aumentarán las ayudas a la dependencia? ¿Ganaremos la Eurocopa? El advenimiento de la República dará grandes momentos en Instagram, pero no conquistaremos libertades, ni derechos. Es a todas luces banal que los políticos dediquen tanto esfuerzo a una mutación política que no tendrá efecto alguno sobre la vida de nadie.

No se dejen engañar: la III República, como la Cataluña independiente, son un significante vacío, una arcadia imprecisa que sirve para movilizar emociones y para distraer la atención de los problemas reales; porque España necesita gestión, no revolución. Pero un ministro adolescente siempre preferirá hacer historia a hacer política.

El republicanismo parvulario tiene otro objetivo: consolidar el marco mental antifranquista e implementar una política divisiva en torno al consenso del 78. Es un arma para una batalla presente que persigue someter a los españoles que se sienten cómodos con el modelo de estado actual. A los promotores de la III República no les mueve el amor a las libertades, sino el desprecio a sus conciudadanos. Hay que derrotar a la vieja España, empezando por sus apegos emocionales. Ganar la Guerra: ese sigue siendo el principal objetivo.

Las democracias ya no mueren de golpe, a punta de pistola, sino que descienden lentamente hasta el autoritarismo. Y el descenso suele comenzar ignorando las leyes o las instituciones que, pese a ser fruto del consenso, entorpecen la llegada del paraíso.