Tanto quienes consideran a Aznar un manipulador tenebroso, como quienes le atribuyen un don estratégico -el de la visión de Estado- se habrán sentido reafirmados en sus convicciones con la publicación de la última entrega de la encomiable colección de Biografías Políticas, que viene editando FAES.

Ilustración: Javier Muñoz

Ilustración: Javier Muñoz

Podría ocurrir, sin embargo, que fuera una mera casualidad que el protagonista de ese volumen sea el general O’Donnell, que lleve por título 'En busca del centro político' y que su publicación coincida con el momento en que el fundador o, si se quiere, refundador del PP, ha llegado a la conclusión de que sólo el partido y la persona que hoy ocupan ese espacio centrista –o sea, Ciudadanos y Albert Rivera- pueden ya vertebrar la mayoría social que garantice la continuidad de los valores constitucionales, unidad de España incluida.

Lo más curioso de todo es que, en la presentación del libro, Aznar contó que, de pequeño, cuando iba por las mañanas al colegio del Pilar, bajaba por la calle de Narváez, doblaba por la de O’Donnell y pasaba luego, en el cruce con Alcalá, por delante de la estatua de Espartero, sin dejar de sentirse impresionado por los atributos de su caballo. Pues bien, creo que ni él mismo se dio cuenta de que ese itinerario tenía un sentido premonitorio de su propia trayectoria política, desde el conservadurismo de Alianza Popular hasta la conquista por el PP del “centro reformista”, como fórmula para hacer frente al caudillismo felipista, que hoy encuadraríamos sin ambages dentro del populismo cipotudo.

Eso es lo que representan los tres principales espadones del reinado de Isabel II que, al decir de Galdós, fueron capaces de "poner su marca de hierro a grandes manadas de hombres": Narváez, la derecha autoritaria, como líder del Partido Moderado; O'Donnell, el centro integrador, como impulsor de la Unión Liberal; Espartero, la izquierda con redaños, como icono de los progresistas. Aun podría convertirse el trío en póker de ases, incluyendo a Prim como una especie de heraldo de la revolución, con el que tal vez se sientan identificados –al menos en esa temprana etapa- Pablo Iglesias y el ex-JEMAD podemita Julio Rodríguez.

Los generales Narváez, O'Donnell, Espartero y Prim.

Los generales Narváez, O'Donnell, Espartero y Prim.

La figura del canario de origen irlandés Leopoldo O'Donnell es la menos conocida, y hasta ahora, menos biografiada del cuarteto. Su aportación política, como en el caso de Aznar o, sobre todo, en el de Rivera, es la de quien, partiendo de la derecha, busca una mayoría -y una base sociológica- en el centro político. No es que, para seguir defendiendo las mismas ideas, tuviera que cambiar de partido -como le ocurriría a Churchill, en su tránsito de los tories a los liberales-, sino que, simplemente, tuvo que crear uno nuevo.

La Unión Liberal surgió, cual Ciudadanos de mediados del XIX, a modo de punto de encuentro entre el sector más avanzado del moderantismo, en el que militaban los llamados "puritanos" (Juan Francisco Pacheco, Ríos Rosas, Posada Herrera o el joven Cánovas), y el ala templada del progresismo, integrada por los bautizados como "resellados" (Manuel Cortina, Ulloa, Corradi o el ya provecto Evaristo San Miguel). Fue la respuesta a la etapa de corrupción e inmovilismo político de los gobiernos moderados, encabezados por Narváez y el conde de San Luis. Rajoy podría ser visto hoy como la síntesis de ambos, pues aúna la capacidad de liquidar a sus rivales del espadón de Loja y la protección que daba Sartorius a los negocios turbios.

La Unión Liberal surgió, cual Ciudadanos de mediados del XIX, a modo de punto de encuentro entre el sector más avanzado del moderantismo y el ala templada del progresismo

¿Cabe, de hecho, mejor resumen de la realidad del PP de 2018 que la definición que Manuel Lorenzana hizo de los moderados cuando, en un famoso artículo publicado en 1865, dijo que formaban “un partido, muerto ya para el espíritu y para el sentimiento, pero que conserva aún esa especie de vida vegetal propia de los cadáveres”? El artículo se titulaba 'Meditemos' y fue publicado en el periódico más afín al centro liberal, que no era otro –todo va hoy de casualidades- sino El Diario Español.

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La Unión Liberal no fue el primer movimiento centrista de la Historia de España, pero sí el primero articulado como partido, al modo de esa especie de fuerza arbitral o "partido regulador", capaz de pactar con la izquierda y la derecha, que reclamaba en 1820 el semanario afrancesado El Censor. Al frente de esa avanzadilla de la Tercera España surge O'Donnell, "un hombre frío, de carácter flemático y reposado, de incontestable firmeza para seguir el camino que se trazó, sin desmayos ni arrepentimientos, sin pasiones, con impasibilidad británica".

Toda una hoja de ruta para Albert Rivera. La definición corresponde a Antonio Manuel Moral Roncal, autor de esta biografía, recién publicada por FAES como novena entrega de su colección. Al inicio he dicho que la iniciativa es encomiable y tal vez me quede corto. En medio del panorama asnal que domina la vida pública, como consecuencia, entre otras cosas, del generalizado desconocimiento de nuestra Historia, resulta alentador que un ex-presidente del Gobierno dedique una parte de su tiempo y entusiasmo a dar vida impresa a este panteón de hombres ilustres. Y encima que haya encontrado en el director de la colección, Manuel Álvarez Tardío, al intelectual capaz de dotar de sentido editorial al proyecto.

Si al decir de otro de los especialistas del periodo -Francesc Martínez Gallego-, en su empeño por llegar al poder y ejercerlo, O'Donnell fue "un general con relato", esta serie biográfica demuestra ser, volumen a volumen, una colección "con relato". El relato de O'Donnell fue el unionismo -"Con la flor de los partidos, amaso mi pan nuevo", le hace decir Galdós- y el de esta colección es el regeneracionismo, en sentido amplio. Hasta ahora, con un acento más conservador, a través de los volúmenes dedicados a Cánovas, Maura, Silvela, Javier de Burgos o Gil Robles. Pero con un creciente equilibrio progresista, pues a los estudios sobre Canalejas, Niceto Alcalá-Zamora y ahora O'Donnell, se unirán pronto los referidos a Lerroux y Miguel Maura.

Todo indica que, en sus idas y venidas entre la derecha y el centro, entre lo que le pide el cuerpo y lo que le dicta la inteligencia, en ese viaje recurrente entre la España ideal y la España posible, Aznar vuelve a ensanchar el campo para depositar en Rivera todas sus complacencias. Es el único que, según ha argumentado recientemente, puede encarnar, hoy por hoy, una idea nacional, liberal y por ende democrática que estabilice el sistema político.

Representación del abrazo entre O'Donnell y Espartero en el balcón de la Puerta del Sol, en 1854.

Representación del abrazo entre O'Donnell y Espartero en el balcón de la Puerta del Sol, en 1854.

El paralelismo O'Donnell/Rivera incluye también la común experiencia del 'Pacto del abrazo'. O'Donnell se lo dio a Espartero en 1854, en el balcón de la Puerta del Sol en el que fueron aclamados juntos, cuando aceptó ser ministro de la Guerra en aquel Gobierno de coalición que puso fin a las barricadas de la revolución que amenazaba a Isabel II. Rivera se lo dio metafóricamente a Pedro Sánchez, en 2016, al comparecer bajo el cuadro de Genovés para presentar su acuerdo programático.

Las dos fueron experiencias efímeras, y en cierto modo frustrantes, pues el llamado "bienio progresista" supuso un pulso estéril entre esparteristas y unionistas y el gobierno transversal que preconizaban el PSOE y Ciudadanos quedó abortado por el garrafal error de cálculo de Pablo Iglesias. Pero, en ambos casos, pudo levantarse acta de la capacidad de transacción del centro a la hora de entenderse con la izquierda.

Está por ver qué ocurriría a la inversa; o sea si, en un escenario como el que perfilan las últimas encuestas, Sánchez aceptaría ser vicepresidente en un Consejo de Ministros encabezado por Rivera. Pese a haber presidido el gabinete en tres ocasiones, incluido el "gobierno largo" que se mantuvo en el poder entre 1858 y 1863, O'Donnell nunca consiguió un entendimiento estable con el progresismo y eso le dejó, en buena medida, al albur de la influencia de los moderados sobre la camarilla reaccionaria y teocrática que rodeaba al trono.

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Alcalá Galiano equiparó a la Unión Liberal con la "familia feliz" que forman fieras muy distintas, agrupadas por un domador en un mismo circo. Como dice Rico y Amat en su 'Diccionario de los Políticos' –tantas veces citado en estas Cartas-, todo fue bien cuando O'Donnell "clavó por fin en el alcázar del poder el estandarte de la empleomanía"; pero, luego, "los soldados se distrajeron con el botín y la pobre Unión Liberal se vio sola y abandonada".


La biografía de Moral Roncal analiza, con gran precisión, todos estos avatares políticos; pero es menos prolija -o tal vez más condescendiente- en lo que se refiere a los intereses "antillanos" de O'Donnell, tanto cuando fue gobernador de Cuba, como cuando llevó a cabo las intervenciones militares en Marruecos, la Cochinchina o México, favoreciendo la trata de esclavos o su sustitución por mano de obra equivalente. La sombra de la llamada "sucarocracia" -trenzada por cultivadores de caña, hacendados guatemaltecos o prohombres del Yucatán- siempre empañó la limpieza de miras de su política exterior.

Alcalá Galiano equiparó a la Unión Liberal con la "familia feliz" que forman fieras muy distintas, agrupadas por un domador en un mismo circo


Conste también la observación de que no es cierto que, al optar por la causa liberal, Leopoldo O'Donnell estuviera "enfrentado a toda su familia, que se decantó por los carlistas". Como relato con detalle en 'La Desventura de la Libertad', dos de sus tíos sirvieron al régimen constitucional durante el Trienio Liberal y tuvieron un papel destacado tras la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis. Es cierto que Enrique O'Donnell, conde de la Bisbal, probablemente sobornado, rindió su espada, facilitó la entrada de los invasores en Madrid y se exiló en Francia. En el polo opuesto, Alejandro, veterano de las guerras napoleónicas, y vinculado al liberalismo exaltado, resistió como gobernador militar de San Sebastián, convirtiéndola en el último bastión constitucional, incluso después de la caída de Cádiz. Con él hizo, precisamente, Leopoldo O’Donnell sus primeras armas como subteniente.

Lo sustancial de esta biografía no es, en todo caso, la frondosa genealogía política de los O’Donnell, sino el trayecto vital que transformó a un conspirador en estadista. Albert Rivera no ha llegado a tener que esconderse para eludir la detención o el destierro, como le ocurrió al general centrista, antes de encabezar la sublevación conocida como la Vicalvarada, pero su carácter también se ha forjado en la adversidad de la oposición al nacionalismo supremacista en Cataluña y en el recurrente acoso contra él y su familia.

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Comprendo que pueda parecer extraño equiparar a quien recurrió al pronunciamiento como forma de acabar con la putrefacción política, con quien siglo y medio después sólo confía en la fuerza de las urnas. Pero el tránsito del absolutismo al sistema constitucional está jalonado por similares convulsiones en la historia contemporánea de Francia, Prusia, Austria o los estados italianos.

Y la analogía recupera su fuerza, si nos fijamos en la obsesión del portavoz unionista Nicomedes Pastor Díaz –“Las leyes son santas”- y en la correlativa idea sustancial de lo que podría ser considerado el testamento político de O’Donnell: “El gran servicio que habremos rendido a nuestro país el día que dejemos nuestros puestos es el haber establecido aquí costumbres constitucionales, el haber estado sujetos a las leyes y el haber tenido gran respeto a las Cortes y el hacer muy difícil que los gobiernos que nos sucedan hagan lo que han hecho otros gobiernos”.

Todavía quedaba, como antigualla del pasado que perduraría durante la Restauración, la prerrogativa regia. Su amigo, correligionario y biógrafo Carlos Navarro dejó constancia para la posteridad de la amargura de O’Donnell ante la decisión de Isabel II de apartarle por tercera y última vez del poder: “Esta Señora me ha despedido como no despedirían ustedes al último de sus criados”. Pero también levantó acta, aludiendo al Cánovas que iniciaba su viaje inverso desde el centro hacia la derecha, de cómo "quizás el hombre del porvenir que necesita España se ha inspirado y fortalecido sobre la tumba de O’Donnell”.

Mauseoleo de O'Donnell en la iglesia de Santa Bárbara, en Madrid.

Mauseoleo de O'Donnell en la iglesia de Santa Bárbara, en Madrid. Luis García

Cualquiera diría que,al publicar ahora este libro, el presidente de FAES está sugiriendo al líder de Ciudadanos una pequeña peregrinación equivalente, con el retrovisor puesto también en Adolfo Suárez y la otra gran Unión –la de Centro Democrático- de nuestra historia política. Tenga por seguro, en todo caso, Albert Rivera que, si un día se escabulle de incógnito en la iglesia de Santa Bárbara, en la plaza de las Salesas, le bastará plantarse ante el imponente mausoleo neoplateresco del general O’Donnell para escuchar el llamamiento de Galdós: “¡Arriba la Unión Liberal! ¡Al poder los hombres de juicio sereno, no extraviados por el proselitismo sectario, ni petrificados en bárbaras rutinas!”.

Seguro que, al salir, se dirige desde allí a la Carrera de San Jerónimo, para pedirle a Rajoy la disolución de las Cortes.