Detalle de la ilustración de 'La fuente helada. Arquitectura  y arte del diseño en el espacio' (Atalanta)

Detalle de la ilustración de 'La fuente helada. Arquitectura y arte del diseño en el espacio' (Atalanta)

ENTRE DOS AGUAS

Los sólidos platónicos y las misteriosas propiedades de la belleza

El tetraedro, el hexaedro, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro, las singulares construcciones geométricas que han seducido a la ciencia y al arte

3 mayo, 2024 02:09

En mi opinión, la ciencia moderna comenzó realmente cuando un hombre, Euclides, de cuya biografía que se sabe muy poco, sí que vivió en Alejandría entre los siglos III y IV a. C., compuso –seguramente utilizando resultados anteriores dispersos– uno de los libros más importantes de la historia de la humanidad: los Elementos.

Dividido en trece capítulos (o “libros”), a partir de cinco asunciones de partida (axiomas) y utilizando las reglas de la lógica, en los Elementos se deducen una serie de proposiciones y teoremas, la mayor parte de ellos sobre geometría, pero también referentes a la teoría de números. Sumergirse en este libro iniciático para la ciencia es como adentrarse en una selva nunca antes hollada.

Allí están, por ejemplo, la demostración de que los ángulos interiores de cualquier triángulo suman 180 grados; el famoso teorema de Pitágoras; o la prueba de que existen infinitos números primos.

El poder de atracción de los sólidos platónicos llevó a Kepler a imaginar que podían servir para describir la estructura del Sistema Solar

Justo al final del último libro, el XIII, en las tres proposiciones que cierran la obra, Euclides se ocupó de los que con el tiempo terminaron siendo conocidos como sólidos platónicos: el tetraedro (limitado por cuatro triángulos equiláteros), el hexaedro –o “cubo”– (limitado por seis cuadrados), el octaedro (limitado por ocho triángulos equiláteros), el dodecaedro (limitado por doce pentágonos regulares) y el icosaedro (limitado por veinte triángulos equiláteros).

Lo verdaderamente interesante de estas figuras, como demostraba Euclides en la última proposición, la 18, de los Elementos, es que “aparte de las cinco figuras nombradas, no hay otra figura que se pueda construir comprendida por figuras equiláteras y equiangulares”.

En ese imperecedero libro que es el Timeo, Platón utilizó este resultado para asociar los cuatro elementos –tierra, fuego, aire y agua– que entonces se suponía formaban el Universo, con esos sólidos, con, respectivamente, el hexaedro, el tetraedro, el octaedro y el icosaedro, identificando al quinto, el dodecaedro, con el recipiente que los contiene a todos, y que pensaba tenía forma esférica, ya que la forma del dodecaedro es casi la de una esfera.

Aproximadamente ¡dos mil años después! el poder de atracción de los sólidos platónicos llevó a Johannes Kepler, otro de los científicos cuyo nombre figura por derecho propio en los anales más exclusivos de la historia de la ciencia, a imaginar que esas construcciones geométricas podían servir para describir la estructura del Sistema Solar.

Su idea, que presentó en un libro titulado Misterium Cosmographicum (El misterio cosmográfico, 1596), suponía inscribir los cinco poliedros regulares en esferas que delimitaban, a modo de muñeca rusa, las órbitas de los planetas por entonces conocidos, que se movían en torno al Sol.

En otro de sus libros, Harmonices mundi (Las armonías del mundo, 1619) –y este fue realmente importante porque en él aparecía la tercera ley del movimiento planetario, la que relaciona periodos de revolución de los planetas y sus distancias al Sol (las dos primeras leyes, con las que concluyó que esos movimientos no siguen circunferencias sino elipses, las incluyó en su libro Astronomia nova, de 1609)–, Kepler desarrollaba la misma idea, que resumía de la manera siguiente: “La Tierra es la medida para el resto de las órbitas; a ella la circunscribe un dodecaedro; la esfera que lo comprenda será la de Marte".

Y añade: "La órbita de Marte está circunscrita por un tetraedro; la esfera que lo comprenda será la de Júpiter. La órbita de Júpiter está circunscrita por un cubo; la esfera que lo comprenda será la de Saturno. Ahora ubica un icosaedro dentro de la órbita de la Tierra; la esfera inscrita a él será la de Venus. Sitúa un octaedro dentro de la órbita de Venus; la esfera inscrita a él será la de Mercurio. He aquí la causa del número de los planetas”.

No es fácil desentrañar los argumentos que empleaba Kepler, los enmarañados cálculos que utilizaba para encontrar analogías entre las órbitas de los planetas, que relacionaba con las notas de la escala musical –de ahí el título del libro–, pero es interesante señalar que pensaba que había descubierto el diseño que Dios había seleccionado para la estructura del universo, del pequeño universo que se conocía, básicamente, el Sol, los cinco planetas de Mercurio a Saturno, la Luna y los satélites en torno a Júpiter, más la esfera de las estrellas fijas.

[La inmortalidad de los 'Elementos' de Euclides]

Y aunque su idea no fuera más que un sueño erróneo, no fue completamente ajena a sus logros astronómicos. La ciencia a veces avanza de esta forma.

Me ha recordado los sólidos platónicos un libro singular, profundamente idiosincrásico, La fuente helada. Arquitectura y arte del diseño en el espacio (Atalanta, 2024), del arquitecto estadounidense, en su época de éxito, Claude Bragdon (1866-1946).

Desconfío de los profesionales, de cualquier disciplina, que en algún momento de su carrera pretenden ser algo así como “gurús metafísicos” y este libro de Bragdon tiene mucho de eso, de visiones supuestamente transcendentes; pero no obstante revela algo que yo valoro: la insistencia en que la arquitectura mantiene una profunda relación con la geometría matemática.

[Platón y la sombra de Sócrates]

Él expresaba esta idea con frases como: “La arquitectura es por encima de todo el arte de forma significativa en el espacio; siendo las formas significativas respecto de su función dramática, en virtud de su elocuencia y expresividad, y de su función orgánica, en lo tocante a sus interrelaciones mutuas y a su adaptación de los medios a los fines”.

Y los sólidos platónicos encajaban bien con sus ideas, no siendo sorprendente que les dedicara un capítulo, en el que confesaba que había hallado, a semejanza de Kepler aunque de manera distinta, “una provechosa fuente de ornamentación en los llamados sólidos platónicos, […] que, proyectados y desplegados, se pueden trasladar a la ornamentación porque, como las líneas mágicas, también son representaciones gráficas de verdades matemáticas singulares".

"La belleza es, por así decir, la sombra de esas verdades, la cual permanece invisible mientras su forma y su presencia no sean reveladas por algo contra lo que pueda revelarse”, añade.

En otras palabras, la belleza, al menos la que se manifiesta en la arquitectura, no es sino sombras de los entes y construcciones matemáticas. Al menos eso pensaban Kepler y Bragdon. También, por cierto, Galileo. l

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