En estas fechas de adormecimiento intelectual y repetición litúrgica, nos consolamos con la fantasía de historias nuevas. Cines abarrotados y horas de streaming buscando la novedad del último blockbuster.

Ignoramos, de modo conmovedor, que todo está escrito. Cambiamos la mirada, pero no la historia. La Navidad no es solo la conmemoración de un nacimiento en Judea, sino el recordatorio anual de que el mito es circular. Y obstinado.

La prueba más fascinante de esta circularidad no se encuentra en los Evangelios, sino en la cultura pop: Batman no es un superhéroe. Batman es Moisés.

Para comprender esta reencarnación, debemos mirar primero al río y al callejón, a la cosmogonía del trauma como motor fundacional. La historia de la salvación exige siempre un inicio marcado por el dolor.

Moisés es depositado en una cesta de mimbre calafateada con brea en el Nilo para escapar de un genocidio decretado por el Estado; Bruce Wayne es abandonado metafóricamente sobre el asfalto frío tras el asesinato de sus padres.

Ojo, que sigo. Ambos comparten la paradoja del príncipe infiltrado. El profeta se cría en la corte del Faraón, educado en la guerra y la política del imperio que oprime a su sangre. Mientras, Wayne crece en la aristocracia de Gotham, utilizando la inmensa fortuna de la élite corrupta para financiar su subversión.

Son hijos de dos mundos, figuras trágicas que deben usar las herramientas del opresor para liberar a los oprimidos. No eligen su destino; son reclutados. La zarza ardiente y el murciélago son la misma epifanía: el momento en que el hombre muere y nace el instrumento.

El instrumento, no obstante, necesita una melodía. Una partitura. Y aquí la cosa se pone seria. Tanto el ‘sacado del agua’ como el señor de la noche descienden a la oscuridad para imponer el orden a una masa entregada al caos.

Cuando Moisés baja del Sinaí con las Tablas de la Ley, encuentra a su pueblo adorando al Becerro de Oro, sumido en la idolatría y la anarquía moral. Su respuesta es la ira y la imposición de un código rígido. ¿Qué es Gotham sino un desierto de cristal y acero donde la ciudadanía adora a sus propios becerros?

Batman no desciende de ningún monte, pero patrulla desde las gárgolas con un férreo código moral. Ambos entienden que, sin esa línea roja, sin esa Ley severa que disciplina al caos, la justicia no es más que venganza y la sociedad, un matadero.

Utilizan la teatralidad (lo explico para los no avezados, que los hay: las plagas de sangre y tinieblas en Egipto; la sombra y el miedo en Gotham) porque saben que el símbolo es la única pedagogía que entiende el mal.

Sin embargo, la verdadera conexión, la que nos hiela la sangre y eleva a Batman a la categoría de mito bíblico, no es su origen ni su ley, sino su final. Es la maldición del Monte Nebo.

La tragedia de Moisés es la más cruel de las Escrituras: tras cuarenta años guiando a un pueblo quejoso, ingrato y rebelde a través del desierto, Dios le permite ver la Tierra Prometida desde la cima del monte Nebo, pero le prohíbe entrar en ella. "La verás con tus ojos, mas no pasarás allá".

Su función es ser el arquitecto del futuro, no su habitante. Batman padece exactamente la misma condena ontológica. Su cruzada es limpiar Gotham, guiarla a través del desierto de la corrupción hasta una era de luz y paz, pero él sabe que, con el fin del caos, su máscara debe caer.

Ninguno tiene cabida en esa tierra prometida.

Un Gotham en paz no necesita a Batman. Un pueblo libre en Canaán no necesita al general del desierto. Ambos líderes son criaturas del conflicto, forjados para la guerra y la supervivencia, estructuralmente incapaces de vivir en la paz que ellos mismos construyen.

El final del Deuteronomio como final de las historias de los héroes: el instrumento debe morir, desaparecer o exiliarse para que la sociedad pueda sanar. Deben quedarse fuera, en la intemperie. Siendo del mito.

Cuando estos días abracéis a los vuestros, recordad que la paz, endeble y escasa, está forjada en renuncias. La prosperidad no es un regalo, sino una conquista hecha por figuras que aceptaron la soledad absoluta del liderazgo.