Existe un malestar que no aparece en los telediarios. Un hastío burgués, difuso… No es la dignísima indignación airada ni la protesta organizada -¡Dios nos libre de caer en esa vulgaridad!-, sino una hartazón lenta que se alimenta de la minucia del foro público.
Es la sensación de estar condenados a presenciar una obra diaria en el Teatro de la Pamplina, donde Calderón y Shakespeare han sido sustituidos por la estéril gesticulación hueca.
La nostalgia como tentación: el anhelo por tiempos mejores, poblados de hombres y mujeres que, seamos sinceros, no temían mancharse las manos tomando decisiones duras.
Para diagnosticar la profundidad de esta melancolía, recurro a los grandes cronistas de la decadencia. Edward Gibbon, en su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, nos legó una cartografía moral de nuestro propio hastío. La nostalgia por los mejores hombres no es por su bondad, sino por la magnitud de sus consecuencias.
Gibbon nos enseñó que los imperios no colapsan por un golpe de audacia externa, sino por la lenta atrofia de las fibras internas: la corrupción del espíritu, el abandono de la reflexión y la sustitución del deber por el hedonismo.
La pamplina actual es, vista desde la cínica distancia gibboniana, el síntoma final de esa larga agonía: una sociedad que ha perdido la capacidad -o, peor aún, el interés- en discernir entre lo vital y lo accesorio.
Nos vamos a morir de aburrimiento antes de que nos asedien, créanme. Voltaire, sin embargo, nos ofrece el antídoto contra la ingenuidad intelectual que acompaña el marasmo. Su Cándido.
Nuestro hastío de hoy es, esencialmente, un candidismo invertido: hemos abandonado la fe en el mejor de los mundos posibles solo para sustituirla por la desesperación de que no hay ningún mundo posible. Es una melancolía que justifica la inacción.
Lo que verdaderamente añoramos en esos hombres y mujeres de antes no es la fuerza bruta, sino la capacidad de decisión ante la ambigüedad moral. El coraje, decían, no era la ausencia de dilemas, sino la solidez ética para tomar el timón cuando el panorama se presentaba turbio.
Pero si la lección de Cándido es una retirada al jardín, la nuestra debe ser más amarga, más irónica, más inevitablemente gattopardiana. Porque si hemos de ser honestos, el hastío no se vence cultivando geranios, sino asumiendo, con cuantos más modales mejor, que el tiempo del hombre duro ha terminado.
El verdadero coraje no es empuñar la espada, sino saber apartarse. Es el gesto final del Príncipe de Salina en El Gatopardo cuando reconoce que "si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie", y se retira de la
fiesta.
El único triunfo posible contra la tiranía de la trivialidad y la pamplina es la retirada estratégica. La decisión más dura y heroica no es batallar por lo irrelevante, sino dejar que lo irrelevante gane y, al hacerlo, revelar su vacuidad.