En estos días, no hemos parado de ver y leer reportajes de recuerdo a las 229 víctimas mortales de la dana, historias de supervivientes que ponen los pelos de punta, experiencias inolvidables que ojalá pudieran olvidarse y secuelas en las personas y en sus propiedades que nunca volverán a ser lo que fueron. Porque, aunque parezca mentira, hace un año que el agua convirtió en dolor y barro muchas vidas.
Precisamente por eso, me había hecho el propósito de no escribir nada al respecto. Aunque mejor sería decir de no escribir nada más, porque ya alguna que otra letra se había escapado casi sin querer de mi teclado.
Porque era inevitable. Y lo sigue siendo, por desgracia, porque los efectos ahí siguen, como si para algunas cosas, en vez de un año hubieran pasado días, y para algunas personas, las que han perdido seres queridos, ese maldito día no acabará nunca.
Confieso que, cuando hablo de la dana del 29 de octubre de 2024, sufro eso que llaman el “síndrome de la impostora”. Porque, aunque soy valenciana y estaba en Valencia cuando ocurrieron los hechos, ni yo ni nadie de mis personas más cercanas sufrimos directamente en nuestras carnes lo que estaba pasando.
Por supuesto, como todo el mundo que vive aquí, conocía mucha gente que lo pasó francamente mal, pero nadie de ellos perdió la vida, así que puedo considerarme una privilegiada. Una gran privilegiada si tenemos en cuenta las tragedias que se han vivido.
Pero, impostora y todo, sufrí, como sufrió toda la gente de mi tierra, porque era nuestra tierra la que se hundía y nuestras vecinas y vecinos quienes se ahogaban. Sufrí porque ya no se podía hacer nada y tal vez se hubiera podido hacer mucho antes, pero no llegamos a tiempo.
Sufrí porque la situación era desesperada y muchas de las respuestas eran -y siguen siendo- desesperantes. Y sufrí, en definitiva, porque soy parte de un pueblo para el que nada volverá a ser igual. Un pueblo que se volcó y que se sigue
volcando en oleadas de solidaridad.
Ahora, pasado un año, es el momento de los funerales de estado, pero queda todavía mucho para que se determinen responsabilidades, si es que esa ocasión realmente llega. Es el momento de llorar a las víctimas, aunque sus familiares ya llevan todo un año llorando.
Es el momento de rendir homenajes, aunque la reconstrucción de casas y negocios aún tenga mucho camino por recorrer. Y no podía quedarme callada.
No sé si hemos aprendido la lección, pero deberíamos haberlo hecho porque, de lo contrario, podría volver a ocurrir, y nos podría pillar en medio a cualquiera. La naturaleza lleva tiempo advirtiéndonos de que no se va a quedar quieta y tranquila después de todo lo que la hemos maltratado, y no hemos sabido atender la advertencia.
Pero debería haber llegado el momento. Es cierto que hay para quienes la reacción llegará tarde, pero, como dice el refrán, más vale tarde que nunca. No quisiera verme de aquí a un tiempo repitiendo que teníamos que haber hecho caso a las señales.
No obstante, hay que seguir mirando hacia quienes más han sufrido, y siguen sufriendo, y no olvidarles. No podemos limitarnos a unos días de recuerdo, un funeral de estado y una jornada de luto. No olvidemos a las víctimas. Jamás. Porque merecen todo nuestro apoyo. Hoy y siempre.