En los últimos tiempos leo mucho sobre los beneficios del ballet y otras disciplinas de la danza, pasada determinada edad. Se dicen cosas como que es bueno para el cuerpo, que se ejercita la memoria y la concentración, se queman calorías y todas esas zarandajas.

No les falta razón a quienes lo afirman, pero eso no es todo. Y ni siquiera es lo más importante. Porque yo soy una de esas personas que han vuelto a hacer ballet después de muchos años en el dique seco, y no puedo ser más feliz. Y precisamente es eso lo que me da el ballet: felicidad, aparte de lo bueno que sea para el cuerpo y la mente.

En mi caso, tuve la fortuna de poder dedicar muchas horas de mi infancia y adolescencia al ballet. Algo que es un mérito a medias de mis padres y mío, porque si es cierto que yo quise ir a clases de danza en lugar de hacer cualquier otra cosa, no lo es menos que ellos podían permitírselo quisieron hacerlo.

No todo el mundo puede decir lo mismo, pero yo tuve la fortuna de descubrir el ballet siendo una niña y ni un solo día de mi vida he dejado de dar gracias por ese descubrimiento.

Lo que ocurre es que, en esta sociedad nuestra, donde los prejuicios y los estereotipos campan a sus anchas, alguien nos ha metido en la cabeza que lo de bailar es cosa de jóvenes, más allá de un pasodoble en las bodas o una sevillana en la feria. Y no somos conscientes de lo que nos estamos perdiendo.

Y es que nadie tiene ningún problema en que un grupo de cincuentones, sesentones o setentones jueguen sus partidos “solteros contra casados” o más bien “abuelos contra nietos”, ni que entrenen todas las semanas para la liga senior de lo que sea, pero si cambiamos las espinilleras, las botas de fútbol y el pantalón corto por el tutú y las zapatillas de punta, la cosa cambia.

Y todo el mundo te mira con ojos de plato cuando dices que practicas ballet, y más todavía si dices que haces una exhibición en un teatro o participas en un concurso. Pero allá ellos con sus prejuicios. Ellos se lo pierden.

En mi caso, he sido doblemente afortunada. Descubrí el ballet siendo una niña y lo redescubrí siendo ya adulta, de la mano de mi hija, a quien supe transmitirle el amor por la danza. Pero ahora pienso en los más de treinta años perdidos por el camino y me da pena, mucha pena.

¿Por qué nos empeñamos en que determinadas disciplinas solo se pueden practicar cuando se es joven? ¿Por qué no normalizamos que se siga bailando, aunque no seamos Anna Pavlova ni aspiremos a ser las primas ballerinas de la Opera de París?

Y, lo que es peor de todo ¿por qué hay quien nos pone verdes si nuestro cuerpo no es normativo -por no decir esquelético- y nuestros movimientos no son etéreos?

Por suerte, ahora veo cada vez a más gente, sobre todo, aunque no exclusivamente, mujeres, que se lían la manta a la cabeza y se entregan al ballet simplemente porque les gusta.

Porque, como en mi caso, interrumpieron su práctica cuando el calendario empezaba a apretar o porque, como en otros muchos, porque las circunstancias no les permitieron empezar.

Y es que nunca es tarde si la dicha es buena. Mis clases de ballet me hacen tan feliz que no falto por nada del mundo, salvo causa de fuerza mayor.

Llueva o truene, haga frío o calor, ahí estoy todos los días que toca, con mis compañeras, que tampoco faltan. Y me siento feliz por ello. Tanto, que me da pena quien no pueda disfrutar de esta manera.

Pero ya se sabe, todo es intentarlo. Y es que, como dice la canción de Joaquín Sabina, bailar es soñar con los pies. Y con el alma, añado yo.