A través de un biombo de seda se miran a los ojos con fiereza contenida, como todo lo japonés, los siglos XI y XXI. El país del sol naciente es conocido por su contención y el modo en que las sombras y gestos alcanza una importancia supina.
Hace un milenio, Murasaki Shikibu se veía forzada a escribir y transmitir su crónica política y social con el Hiragana. Una especie de vocabulario que las mujeres, condenadas casi a no comunicarse sino con otras damas de la corte o cortesanas.
Basado en sonidos limpios, cortos y simples, se le conoce como “mano de mujer”. Porque hay pocas cosas más misóginas que el Japón histórico. Y el de la época Hein, ni te cuento.
Pues bien, Shikibu escribió entendiendo que no podría gobernar la nación pero sí su alma. Y de ahí, su maravillosa Genji Monogatari, obra de una sutileza inigualable, que se convirtió en el espejo donde la aristocracia se reconocía y, por lo tanto, en una forma de autoridad más duradera que cualquier mandato.
Hoy, la autora de la novela más importante de aquella época nipona, escucha para siempre las aguas del Uji bailando el puente Ujbashi en la prefectura de Kyoto. Sin embargo, Japón no ha cambiado tanto en 1000 años.
Emerge con fuerza ahora, después de diez siglos la figura de Sanae Takaichi. Una mujer, que sin ser cortesana en juegos sexuales con el Emperador, se va a sentar en el segundo asiento más importante del país. El sillón de Primera Ministra será suyo.
Sin embargo, me surgen preguntas: ¿acaso esta victoria, tan ruidosa y pública, no es más que la consecuencia de una lucha que se libró en el silencio, en el ámbito de la cultura, allí donde Murasaki Shikibu ya había sentado las bases del espíritu japonés?
No es la conquista del poder femenino la que asombra, sino la lentitud con la que el engranaje social japonés cede ante terreno conquistado por la sensibilidad. La novela de Shikibu había logrado cimentar lo más importante: la comprensión profunda de la condición humana, que es el verdadero material con el que se construye cualquier sociedad.
Es una pastilla amarga que, mientras el mundo aplaude a una mujer en la cúspide del poder ejecutivo, el corazón ceremonial de la nación permanezca anclado en esa absurda cláusula que impide a las princesas imperiales acceder al Trono del Crisantemo.
Persiste, pues, la dicotomía: la política se abre a la novedad con pragmatismo de mercado, pero la tradición, el alma, aquella fuente de donde bebieron las emperatrices regentes de antaño, permanece clausurada.
Se permite a una mujer navegar las turbulentas aguas del Parlamento, pero se le prohíbe tocar la roca inmemorial de la divinidad monárquica, sugiriendo con ello que el poder de mandar es menos sagrado que el poder de simbolizar.
De nuevo, el doble rasero. Es un milagro que no nos hayamos extinguido teniendo en cuenta lo mal que hemos tratado a las mujeres en la historia. Un milagro.
Así, la novela de Murasaki nos susurra una lección de humildad histórica: que las grandes transformaciones no son un asunto de votaciones ni de pactos políticos de última hora, sino una lenta decantación de la conciencia.
La llegada de Takaichi es un triunfo del siglo XXI, sí. Pero como un eco tardío de la revolución literaria del siglo XI. Quizá el futuro del Japón no deba medirse tanto por el número de escaños que ahora ostente la Primera Ministra, sino por la sabiduría con que la nación sepa releer a sus clásicos, comprendiendo que el camino hacia la equidad fue pavimentado hace ya mil años por mujeres que, privadas del derecho a mandar, eligieron la vía más sutil y poderosa: el derecho a contar.